La monja abrazo a la huérfana con fuerza, mientras la pequeña niña lloraba a lágrima viva en la pequeña habitación que antaño había servido como dormitorio.
No era para menos, todo a su alrededor estaba desmoronándose, convirtiéndose en cenizas negras y luego desapareciendo en la nada.
—Estarás bien. Estaremos bien —susurro en voz baja la monja para consolarla.
Pero la pequeña niña sabia que no iba a ser así. Ella había visto aquellas grietas de luz abrirse en el cielo y como sus compañeros del orfanato se quebraban y convertían en cenizas, para luego desaparecer en el aire.
Sabia que ella pronto tendría el mismo destino.
En un rincón de la habitación un joven se encontraba acurrucado contra la pared con su cabeza oculta en sus rodillas. Él también lloro, pero eso ya había pasado, ahora se encontraba con la murada perdida mientras su rostro comenzaba a desmoronarse.
—Yo no quería esto... Por favor, ¡no quería esto!
El joven grito con todas sus fuerzas lo que había estado repitiendo las ultimas horas. O quizá los últimos minutos. O segundos. No podía saberse, la noción de lo que tenían por "tiempo" se había desmoronado ya hace mucho o muy poco.
Empezó justo cuando en el castillo festejaban la victoria del joven en la guerra, un niño proveniente de otro mundo que había guiado a los ejércitos imperiales contra la oscuridad.
Todo parecía estar al fin bien, el mundo era un lugar seguro por fin. O eso pensaban, hasta que ocurrió.
Emi, la compañera de aquel joven, quien lo acompaño durante todo el trayecto que supuso la guerra, fue la primera. Él la abrazaba cuando se rompió en dos. No era como si la hubieran cortado o como si fuese sido descuartizada, mas bien era como si una taza de porcelana se hubiera roto, eso parecía.
Porque la chica estaba viva y consiente, antes de desaparecer en una tormenta de cenizas negras.
Fue ese también el momento en el que el tiempo perdió todo significado y el cielo se abrió. El mundo se repetía una y otra vez. El joven vivió cientos, miles de veces la desaparición de su amada o el momento n el que se encontraba frente al ejercito enemigo, pero a diferencia de la primera vez, siempre estaba solo. Solo y mirando hacia el vacío infinito, porque incluso la tierra y el aire se volvían cenizas negras y desaparecían.
Y así al final quedaron ellos tres en una pequeña habitación en medio de la nada.
Aunque el joven sabia que todo fue su culpa, nunca hubieron miradas acusadoras, no había ya quien las hiciera. En lo mas profundo de su ser deseo haber hecho caso a aquella mujer de sonrisa espeluznante y quedarse en su mundo. Ella le dijo, riendo, que esto pasaría.
Alex Rith se mantuvo en su posición en aquella solitaria esquina hasta que su cuerpo se hizo pedazos y desapareció en la nada.
La niña lloro aun mas cuando ocurrió, pero no duraría mucho, ella también comenzó a partirse, al igual que la ultima habitación que quedaba en esa realidad. Desaparecieron al mismo tiempo y entonces solamente quedo la monja.
—¿Un Rith, eh? —murmuro la monja, mientras una sonrisa espeluznante aparecía en su rostro —. Fue divertido. Habrá que jugar otra vez.
Y así quedo aquella pequeña figura en medio de una gran nada, hasta que ella también desapareció para reunirse con su otro yo.
Si, fue divertido. Pero aun estaba hambrienta.