Prólogo
Ana Miranda tenía un talento singular: sabía escuchar. Para ella, los secretos ajenos eran un eco sutil en la oscuridad, una melodía que sólo los oídos atentos podían captar. Ser terapeuta significaba sumergirse en los miedos más profundos y oscuros de otros, tocando su sufrimiento con cuidado, sin juzgar. Sin embargo, jamás se había imaginado a sí misma en el otro lado de esa ecuación, viendo cómo sus propios miedos crecían como una sombra detrás de ella.
Las pesadillas comenzaron una noche de invierno, cuando el silencio de su casa era casi un vacío tangible. Al principio, eran imágenes vagas: pasillos oscuros, puertas entreabiertas y susurros que parecían brotar del mismo aire. Luego, una figura comenzó a aparecer, al principio como una silueta borrosa y amenazante. Con cada sueño, esa figura se hacía más nítida, adoptando una forma distorsionada y terrorífica, con ojos completamente negros, pozos vacíos que absorbían cualquier luz. La figura no hablaba; susurraba, dejándole sentir como si algo frío y pegajoso se enroscara en su mente. En aquellos susurros, Ana percibía fragmentos de palabras sobre “el otro lado”, un lugar al que, según esa figura, ella pertenecía.
Despertaba cada noche bañada en sudor, con la piel helada y el corazón martillando en su pecho. Al principio, se dijo a sí misma que era el cansancio, que la carga de su trabajo la estaba afectando. Pero cuando fue al baño y se encontró cara a cara con su propio reflejo en el espejo, algo cambió. Su reflejo no sólo parecía diferente; la estaba mirando de una manera que la aterrorizó. Vio sus propios ojos llorosos, aunque no sentía lágrimas en su rostro, y en su reflejo, sus labios murmuraban su nombre, pero en el mundo real, el silencio era abrumador.