Ana intentó aferrarse a su rutina. Los días en el consultorio parecían transcurrir con normalidad, aunque pronto empezó a notar detalles perturbadores. Las palabras de sus pacientes se volvían difusas, repetitivas, como si estuviera en un sueño del que no podía despertar. Algunas frases parecían devolverse a sus oídos, creando ecos en su mente. Cada uno de sus pacientes traía consigo una carga cada vez más pesada, y ella sentía que sus problemas se volvían suyos. La paranoia comenzó a crecer, y a menudo miraba por encima de su hombro o evitaba a propósito los espejos, temiendo encontrarse de nuevo con ese reflejo inquietante.
Los sueños continuaban, cada vez más intensos, y cada vez más difíciles de diferenciar de la realidad. A veces, en medio de una sesión, Ana sentía que estaba a punto de quedarse dormida, solo para ver una imagen de la figura de ojos negros en un rincón de su mente, susurrando en tonos tan bajos que parecían fusionarse con el zumbido de las luces del consultorio. En uno de los sueños, la figura se le acercó lo suficiente para rozarle el rostro con dedos huesudos y fríos. Ana despertó esa noche con la sensación de una mano helada en su mejilla y un susurro en sus oídos que no lograba recordar, aunque el terror permanecía intacto.
Finalmente, una semana después de las primeras pesadillas, una nueva paciente se presentó en su consulta. La mujer, una figura esbelta con el rostro pálido, llevaba un abrigo negro y se sentó frente a Ana en silencio. Ana sintió un escalofrío recorrer su espalda; algo en esa mujer le resultaba perturbadoramente familiar. Entonces, la mujer comenzó a hablar, y cada palabra fue un golpe de terror puro: estaba describiendo los sueños de Ana. Palabra por palabra, repetía cada detalle de sus pesadillas, como si hubiera estado dentro de la mente de Ana, viendo la misma figura, escuchando los mismos susurros, sintiendo la misma opresión.
El terror se apoderó de Ana, pero trató de disimularlo. Mientras la mujer hablaba, el aire se volvió denso, casi irrespirable. La paciente continuaba con su relato, describiendo cosas que sólo Ana sabía, secretos que jamás había compartido con nadie. Y entonces, en un tono gélido, la paciente se detuvo y la miró directamente a los ojos, diciéndole: “¿Por qué huyes de ti misma, Ana?”
Ana sintió su estómago caer en un abismo. Algo estaba profundamente mal. Esa figura en el espejo, ese reflejo oscuro, era más que un simple sueño; era una parte de ella misma, una parte que parecía reclamarla. A partir de ese momento, cada espejo en el consultorio se convirtió en una amenaza, una trampa donde su reflejo la observaba con ojos burlones, como si disfrutara de su sufrimiento.