Llegó la última sesión con la paciente, aunque Ana no estaba segura de si realmente quería enfrentarse a esa figura una vez más. Apenas entró en la habitación, supo que el momento de la verdad había llegado. La mujer frente a ella ya no era una simple paciente; era la manifestación de todos sus temores, de cada secreto que había intentado ocultar. El rostro de la mujer comenzó a transformarse, retorciéndose en una máscara grotesca, mientras su piel se estiraba y sus ojos se vaciaban hasta convertirse en esos pozos oscuros y sin fondo.
En ese instante, algo en Ana se rompió. Recordó cosas que había olvidado, imágenes de una noche oscura, un accidente, una sensación de caída interminable. La comprensión llegó como una bofetada helada: ella estaba muerta. Todo este tiempo, había estado atrapada en una ilusión, un bucle sin fin de pesadillas y sombras. Cada paciente que había atendido no era más que un eco, un recuerdo pálido de personas que alguna vez conoció en vida, y sus ojos en el espejo, esa mirada sádica y burlona, eran su propia conciencia atormentada.
En un último y desesperado intento de aferrarse a la cordura, Ana miró hacia el espejo una vez más, esperando ver su reflejo. Pero lo que vio fue una sonrisa cruel, una sonrisa que no era suya, sino del espectro que había estado acechándola. La figura levantó la mano y le hizo un gesto, despidiéndose, antes de cerrar la puerta del consultorio desde el otro lado, sellando su destino para siempre.
Ana Miranda quedó atrapada en un mundo de espejos, un lugar donde su propio reflejo la observaba con deleite, repitiendo su nombre en un eco eterno mientras ella, una sombra de lo que alguna vez fue, vagaba sin escape.