La dama de blanco

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negros como el ébano, enmarcaban una frente asombrosamente baja. 
Su expresión serena, sincera e inteligente carecía —al menos cuando 
callaba— de las dulzura y suavidad femeninas, sin las cuales la belleza de la 
mujer más apuesta parece incompleta. Al contemplar aquel semblante sobre 
aquellos hombros que un escultor hubiera ansiado por modelo, y al recrearse 
en la tenue gracia de sus gestos que reflejaban la belleza de sus miembros, 
para encontrarse luego con los rasgos y expresión varoniles que remataban 
aquel cuerpo perfecto, se experimentaba una extraña y desagradable 
sensación, parecida a la que se experimenta durante el sueño cuando 
reconocemos las incongruencias y anomalías de una pesadilla, pero no 
podemos conciliarlas. 
—¿El señor Hartright? — preguntó la dama. Su rostro se iluminó con una 
sonrisa y se volvió dulce y femenino en el momento en que empezó a hablar. 
—Anoche tuvimos que acostarnos, pues perdimos la esperanza de verle, le 
ruego nos perdone esta aparente desatención y permítame que me presente 
como una de sus discípulas. ¿Le parece que nos demos la mano? Supongo que 
estará conforme, puesto que hemos de hacerlo antes o después y ¿por qué no 
hacerlo cuanto antes? 
Dijo estas originales palabras de bienvenida con una voz clara, sonora y de 
timbre agradable, y me tendió su mano, grande pero de líneas correctísimas, 
con la gracia y desenvoltura propias de una mujer de cuna aristocrática. 
Después me invitó a sentarme a la mesa con tanta familiaridad como si nos 
conociéramos de muchos años atrás y nos hubiéramos citado en Limmeridge 
para hablar de otros tiempos. 
—Imagino que llegará usted con ánimo de pasarlo aquí lo mejor posible y 
sacar todo el partido que pueda de su situación —continuó la dama—. Por de 
pronto, hoy ha de contentarse usted con mi única compañía para el desayuno. 
Mi hermana no baja aún porque tiene una de esas enfermedades, tan 
características en las mujeres, que se llama jaqueca. Su anciana institutriz, la 
señora Vesey, la socorre caritativamente con su reconfortante té. Nuestro tío, el 
señor Fairlie, nunca nos acompaña en nuestras comidas, pues está muy 
enfermo y lleva una vida de soltero en sus habitaciones. De modo que no 
queda en casa nadie más que yo. Hemos tenido la visita de dos amigas que 
pasaron aquí unos días, pero se fueron ayer desesperadas, y no es de extrañar. 
Durante todo el tiempo que duró su visita y a causa del estado de salud del 
señor Fairlie no pudimos ofrecerles la compañía de un ser humano de sexo 
masculino para poder charlar, bailar y flirtear. En consecuencia no hacíamos 
más que pelearnos, principalmente a las horas de cenar. ¿Cómo cree usted que 
cuatro mujeres pueden cenar juntas todos los días sin reñir? Las mujeres 
somos tan tontas que no sabemos entretenernos solas durante las comidas. Ya ve usted que no tengo muy buena opinión de mi propio sexo, señor Hartright... 
¿Qué prefiere usted, té o café?... Ninguna mujer tiene una gran opinión de las 
demás, pero hay muy pocas que lo confiesen con franqueza como lo hago yo. 
¡Dios mío!... Con qué asombro me está mirando. ¿Por qué? ¿Le preocupa si le 
van a dar algo más para desayunar o le extraña mi sinceridad? En el primer 
caso, le aconsejo como amiga que no se ocupe de este jamón frío que tiene 
delante y que espere a que le traigan la tortilla, y en el segundo, le voy a servir 
un poco de té para serenarle y haré cuanto puede hacer una mujer (que por 
cierto es bien poco) para callarme. 
Me alargó una taza de té, riéndose con regocijo. La fluidez de su charla y 
la animada familiaridad con que trataba a una persona totalmente extraña para 
ella, iban acompañadas de una soltura y de una innata confianza en sí misma y 
en su situación que le hubieran asegurado el respeto del hombre más audaz. 
Siendo imposible mantenerse formal y reservado con ella, era más imposible 
aún el tomarse la menor libertad, ni siquiera en el pensamiento. Me di cuenta 
de ello instintivamente, aun cuando me sentía contagiado de su buen humor y 
su alegría, aun cuando procuraba contestarle en su mismo estilo, sincero y 
cordial. 
—Sí, sí —dijo, cuando le ofrecí la única explicación de mi asombro que se 
me ocurría—, comprendo. Es usted un completo extraño en esta casa y le 
sorprende que le hable de sus dignos habitantes con esta familiaridad. Es 
natural. Debía haber pensado en ello. Sea como fuere, todavía puede 
arreglarse. Supongamos que empiezo por mí misma para acabar lo antes 
posible. ¿Le parece? Me llamo Marian Halcombe. Mi madre se casó dos 
veces, la primera con el señor Halcombe, que fue mi padre y la segunda con el 
señor Fairlie, padre de mi hermanastra; y soy tan imprecisa como suelen serlo 
las mujeres, al llamar al señor Fairlie mi tío y a la Srta. Fairlie mi hermana. 
Salvo en que las dos somos huérfanas, mi hermanastra y yo somos 
completamente distintas. Mi padre era pobre y el suyo muy rico; por tanto, yo 
no tengo nada de nada y ella una fortuna; yo morena y fea y ella rubia y 
bonita. Todo el mundo me tacha de rara y antipática (con perfecta justicia) y a 
ella todos la consideran dulce y encantadora (con más justicia aún). En suma, 
ella es un ángel, y yo... Pruebe usted esa mermelada, señor Hartright, y 
termine para usted esta frase... ¿Qué voy a decirle ahora respecto del señor 
Fairlie? La verdad es que no lo sé, y como probablemente le llamará en cuanto 
desayune, usted mismo podrá juzgarle. Mientras tanto, le adelantaré que es el 
hermano menor del difunto señor Fairlie, que es soltero, que es el tutor de su 
sobrina. Y como yo no quisiera vivir lejos de ella y ella no puede vivir sin mí, 
ésta es la razón de que yo viva en Limmeridge. Mi hermana y yo nos 
adoramos mutuamente, lo cual comprendo que le parecerá a usted inexplicable 
teniendo en cuenta las circunstancias que nos rodean, pero es así. De manera 
que o nos resulta usted agradable a las dos o a ninguna, y lo que es aún más penoso, que tiene usted que contentarse con nuestra única compañía por todo 
entretenimiento. La señora Vesey es excelente y está dotada de todas las 
virtudes imaginables, que no le sirven de nada, y el señor Fairlie está 
demasiado delicado para poder ser una compañía para nadie. Yo no sé lo que 
le pasa, ni los médicos lo saben, ni él mismo lo sabe. Todas decimos que son 
los nervios, aunque ninguna sabemos por qué lo decimos. De todos modos le 
aconsejo que le siga en sus manías inocentes cuando le vea luego. Ganará su 
corazón si admira sus colecciones de monedas, de grabados y acuarelas. Le 
doy mi palabra de que, si la vida de campo le satisface, no veo motivo para 
que su estancia aquí le desagrade. Desde el desayuno al almuerzo estará 
ocupado con los dibujos del señor Fairlie. Después del almuerzo, mi hermana 
y yo cargaremos con nuestras cajas de pintura y nos dedicaremos a hacer 
malas copias de la Naturaleza bajo su dirección. El dibujo es el 
entretenimiento favorito de mi hermana, no el mío. Las mujeres no podemos 
dibujar. Nuestra mente es demasiado versátil y nuestros ojos son demasiado 
desatentos. Pero no importa, a mi hermana le gusta, así que yo derrocho 
pintura y estropeo papel por su gusto y con la misma tranquilidad que 
cualquier otra inglesa. En cuanto a las veladas, espero que podamos pasarlas lo 
mejor posible. La señorita Fairlie toca muy bien el piano. Yo, pobrecita, no 
soy capaz de distinguir una nota de la otra, pero puedo jugar con usted una 
partida de ajedrez, de chaquete, de écarté y, teniendo en cuenta mis inevitables 
desventajas por ser mujer, hasta de billar. ¿Qué le parece este programa? 
¿Podrá gustarle nuestra vida tranquila y monótona? ¿O se sentirá inquieto en 
esta aburrida atmósfera y ansiará en secreto variedad y aventuras? 
Me soltó esta parrafada con la gracia burlona que la caracterizaba y sin 
más interrupciones por mi parte que las frases indispensables a que me obliga 
la cortesía elemental. Pero la expresión empleada en su última pregunta, mejor 
dicho, una sola palabra, «aventuras» que pronunció sin énfasis, trajo a mi 
imaginación mi encuentro con la mujer de blanco, y sentí la necesidad de 
conocer en seguida la relación que, según las palabras de la desconocida 
acerca de la señora Fairlie, había existido entre la antigua dueña de 
Limmeridge y la anónima fugitiva del Sanatorio. 
—Aunque yo fuera el más inquieto de los hombres— dije —mi sed de 
aventuras está aplacada por algún tiempo. La misma noche, antes de llegar a 
esta casa, tuve una y le aseguro, señorita Halcombe, que el asombro y 
excitación que me produjo me durarán todo el tiempo que habite en 
Cumberland y quizá mucho después. 
—¡No me diga, señor Hartright! ¿Podría contármela? 
—Tiene usted perfecto derecho a saberlo. La protagonista de esta aventura 
me es absolutamente desconocida y puede que también lo sea para usted; pero 
en su conversación, nombró a la difunta señora Fairlie con el más sincero



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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