La dama de blanco

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cariño y gratitud. 
—¡Nombró a mi madre! Me interesa todo esto de un modo indecible, le 
suplico que lo cuente. 
Entonces le relaté mi encuentro con la mujer de blanco, tal y como me 
había sucedido, y le repetí palabra por palabra lo que me dijo con referencia a 
la señora Fairlie en Limmeridge. 
Los ojos brillantes y resueltos de la señorita Halcombe estuvieron fijos en 
los míos todo el tiempo que duró mi relato. Su semblante reflejaba el asombro, 
el interés más vivo, pero nada más. Era evidente que ella, como yo, no tenía la 
menor idea de cuál podía ser la clave del misterio. 
—¿Está usted completamente seguro de que ella se refería a mi madre? — 
preguntó. 
—Completamente —repuse—. Sea quien fuere la mujer, ha estado alguna 
vez en la escuela del pueblo de Limmeridge; la señora Fairlie la trató con el 
mayor cariño y ella lo recuerda con agradecimiento y siente un afectuoso 
interés por todos los miembros de su familia que le sobreviven. Ella sabía que 
la señora Fairlie y su marido habían muerto y me hablaba de la señorita como 
si ambas se hubieran conocido de niñas. 
—Me parece que usted ha dicho que ella negó que fuese de aquí, ¿verdad? 
—Sí, me dijo que venía de Hampshire. 
—Y ¿no consiguió que le dijera su nombre? 
—No. 
—Qué extraño. Yo creo que obró muy bien, señor Hartright, al dejar en 
libertad a la pobre criatura, pues delante de usted no hizo nada que probase 
que no merecía disfrutarla. Pero desearía que se hubiera mostrado más 
insistente en saber su nombre. Sea como sea tenemos que aclarar este misterio. 
Haría usted mejor en no hablar aún de ello con el señor Fairlie ni con mi 
hermana. Estoy segura de que los dos ignoran tanto como yo quién puede ser 
aquella mujer y qué relación tiene con nosotros. Son ambos, aunque cada uno 
a su manera, muy sensibles y nerviosos, y sólo conseguiría usted alarmar a 
uno e inquietar a la otra, sin sacar nada en limpio. En cuanto a mí, estoy 
muerta de curiosidad y voy a dedicar desde ahora todas mis energías al 
esclarecimiento del asunto. Cuando mi madre vino aquí después de su segundo 
matrimonio, es cierto que fundó la escuela del pueblo tal y como se halla 
ahora. Pero todos los maestros de entonces han muerto y no podemos esperar 
ninguna luz por ese lado. Lo único que se me ocurre es... 
La entrada de un criado diciendo que el señor Fairlie tendría mucho gusto 
en verme cuando hubiese desayunado, interrumpió nuestra conversación.

—Espere usted en el hall —contestó por mí la señorita Halcombe con un 
estilo rápido y autoritario—. El señor Hartright irá en seguida... Le iba a decir 
—continuó dirigiéndose a mí— que mi hermana y yo poseemos una gran 
colección de cartas de nuestra madre, dirigidas a mi padre y al suyo. Como 
esta mañana no tengo otra cosa que hacer, voy a dedicarme a revisar todas las 
que mi madre escribió al señor Fairlie. A él le encantaba Londres y se pasaba 
la vida fuera de esta casa y, cuando él estaba ausente, ella tenía la costumbre 
de contarle todo lo que sucedía en Limmeridge. Sus cartas están llenas de 
noticias de la escuela en la que tanto entusiasmo había puesto, y estoy segura 
de que cuando nos volvamos a ver a la hora del almuerzo habré descubierto 
algún indicio. El almuerzo es a las dos, señor Hartright, y entonces tendré el 
gusto de presentarle a mi hermana. Durante la tarde daremos una vuelta por 
los alrededores para enseñarle a usted nuestros rincones favoritos. Así que 
hasta luego, a las dos nos veremos, 
Me saludó con una graciosa inclinación, tan espontánea y natural como 
todo lo que hacía y decía, y desapareció por una puerta que había al fondo de 
la habitación. En cuanto se fue salí al hall y seguí al criado, para comparecer 
por vez primera ante el señor Fairlie. 

Volví a subir la escalera, guiado por mi acompañante que me condujo hasta 
un pasillo en el que estaba el cuarto en que yo había dormido la noche 
anterior, y abriendo la puerta siguiente me dijo que entrase. 
—Tengo orden del señor de enseñarle a usted su estudio particular y 
preguntarle si está conforme con su ubicación y si hay suficiente luz. 
Muy exigente hubiera tenido yo que ser si no hubiese quedado satisfecho 
del cuarto y de su decoración. El delicioso panorama que se contemplaba 
desde el ventanillo era el mismo que había admirado aquella mañana desde mi 
dormitorio. Los muebles eran una maravilla de belleza y lujo; la mesa, 
colocada en el centro, estaba llena de libros exquisitamente encuadernados y 
en ella lucía un elegante juego para escribir y hermosas flores; cerca de la 
ventana había otra mesa con todo lo necesario para pintar a la acuarela y 
dibujar, y cerca de aquélla también, un caballete pequeño que podía plegarse o 
extenderse. Las paredes estaban cubiertas con alegres telas de colores, y el 
suelo con esteras de la India, rojas y amarillas. Era el saloncito más atractivo y 
lujoso que había visto en mi vida. 
El ceremonioso criado estaba excesivamente aleccionado para dejar 
traslucir la menor satisfacción. Se inclinó con fría deferencia cuando agoté el 
caudal de mis alabanzas y silenciosamente abrió la puerta ante mí para que 
volviéramos al pasillo.

Doblamos una esquina y fuimos por otro corredor, en cuyo extremo había 
unos escalones, atravesamos un pequeño hall circular en la planta superior y 
nos detuvimos ante una puerta forrada de paño oscuro. El criado la abrió y nos 
encontramos frente a dos cortinas de seda verde pálido. Levantó una de ellas 
sin hacer ruido, y pronunció quedamente: 
—El señor Hartright. 
Y me dejó. 
Me encontré en un salón amplio y espacioso, con un techo magníficamente 
artesonado y con una alfombra tan suave y espesa que me parecía pisar 
terciopelo. Una parte del cuarto estaba ocupada por una larga librería de una 
madera extraña muy trabajada y desconocida por completo para mí. No tendría 
más de seis pies de altura, y en la parte superior se veían varias figuras de 
mármol colocadas a la misma distancia unas de otras. En el lado opuesto había 
dos bargueños antiguos; en medio, encima de ellos, colgaba un cuadro de la 
Virgen y el Niño protegido por un cristal y con el nombre de Rafael escrito en 
una tablilla dorada colocada debajo. A mi derecha y a mi izquierda había 
chiffoniers y aparadores de marquetería y con incrustaciones, llenos de figuras 
de porcelana de Dresden, vasos raros, adornos de marfil, fruslerías y 
curiosidades salpicadas de piedras preciosas, plata y oro. Al fondo del salón, 
frente al lugar en que yo estaba, las ventanas se hallaban medio cubiertas y la 
luz de sol, tamizada con grandes persianas del mismo tono verde que las 
cortinas de la puerta, resultaba deliciosamente suave, misteriosa y tenue, 
iluminando todos los muebles y objetos con la misma intensidad, 
contribuyendo a que el profundo silencio y el tono de recogimiento que 
reinaban en aquel lugar fuesen más pronunciados, envolviendo en una 
tranquila atmósfera la figura solitaria del amo de la casa, el cual descansaba 
con un gesto de indiferencia en una gran butaca, en uno de cuyos brazos había 
un atril para leer y en el otro una mesita. 
Si pudiera conocerse por las apariencias exteriores —de lo cual yo dudo 
mucho— la edad de un hombre que acaba de salir de su tocador y ha pasado 
ya de los cuarenta, la del señor Fairlie, cuando le vi por vez primera, podría 
calcularse entre cincuenta y sesenta años. Su cara, cuidadosamente afeitada, 
era delgada, de palidez transparente y con expresión de cansancio, aunque sin 
arrugas, la nariz fina y aguileña; los ojos grandes, saltones y de un apagado 
gris azulado, tenían enrojecidos los párpados; el cabello escaso, suave en 
apariencia y de ese tono rubio ceniciento que se confunde con las canas. Vestía 
una levita oscura, de una tela mucho más fina que el paño, y pantalones y 
chaleco de inmaculada blancura. Los pies, casi afeminados por su pequeñez, 
calzaban calcetines de color marrón y zapatillas parecidas a las de mujer, de 
piel rojiza. En sus manos blancas y delicadas brillaban dos sortijas que, 
incluso a mis inexpertos ojos, se me figuraron de enorme valor. Todo su aspecto daba la impresión de fragilidad, languidez veleidosa y extremo 
refinamiento, que si resultaba algo sorprendente y revulsivo considerado en un 
hombre, tampoco parecería natural y apropiado de trasladarlo a la imagen de 
una mujer. Mi conversación de aquella mañana con la señorita Halcombe me 
había predispuesto favorablemente hacia cada uno de los habitantes de la casa, 
pero mis simpatías se desvanecieron con la primera impresión que me produjo 
el señor Fairlie. 
Al acercarme a él me di cuenta de que se hallaba más ocupado de lo que 
me pareció a primera vista. Colocado entre otros objetos raros y hermosos que 
llenaban una gran mesa redonda que estaba junto a él, se hallaba un diminuto 
bargueño de ébano y plata en cuyos minúsculos cajones, forrados de terciopelo 
rojo, se veían toda clase de monedas de distintas formas y tamaños. Uno de 
estos cajones estaba sobre la mesita de la butaca, además de una serie de 
diminutos cepillos de los que se usan para limpiar las joyas, un paño de 
gamuza y un frasco lleno de un líquido, todo ello preparado para eliminar con 
variados procedimientos cualquier impureza accidental que se dejase observar 
en algunas de las monedas. Sus frágiles y blancos dedos jugueteaban como al 
desgaire con una cosa que a mis ignorantes ojos se me antojó una medalla de 
peltre sucia y con los bordes desiguales cuando me acerqué a él y me detuve a 
respetuosa distancia de su butaca para saludarle con una inclinación. 
—Tengo mucho gusto en verle a usted en Limmeridge, señor Hartright — 
me dijo una voz entre quejumbrosa y gruñona, cuyo sonido no resultaba más 
agradable por combinar un tono chillón con una somnolienta y lánguida 
dicción—. Le ruego se siente. Y por favor, no se tome la molestia de mover la 
silla. Dado el estado precario de mis nervios el menor ruido me resulta 
extremadamente doloroso. ¿Ha visto usted su estudio? ¿Le servirá? 
—Ahora mismo vengo de verlo, señor Fairlie, y puedo asegurarle... 
Me cortó a media frase, cerrando los ojos y extendiendo su blanca mano en 
gesto de súplica. Sobresaltado, me callé, y la voz gruñona me honró con esta 
explicación: 
—Le ruego que me disculpe. Pero ¿podría usted dominar su voz para 
hablar en un tono más bajo? Dado el estado precario de mis nervios cualquier 
sonido fuerte es para mí una tortura indecible. ¿Sabrá disculpar a un pobre 
enfermo? Sólo le digo lo que el lamentable estado de mi salud me obliga a 
decir a todo el mundo. Así es. ¿De veras le gusta el cuarto?... 
—No podía haber deseado nada más bonito ni más cómodo— contesté, 
bajando la voz y empezando a descubrir que la exagerada afectación del señor 
Fairlie y los destrozados nervios del señor Fairlie eran una misma cosa. 
—Me alegro. Aquí podrá comprobar, señor Hartright, que se reconocerán



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En el texto hay: misterio, mentiras, dama

Editado: 25.09.2022

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