hasta el último detalle de todo cuanto yo pretendía conseguir. Traté, por
mucho que me costase, de hacer acopio de todas mis facultades y de dominar
mi emoción, con el fin de sacar el máximo partido de los pocos minutos de
que disponía para reflexionar.
—¿Está más tranquila ahora? —le dije en cuanto lo creí oportuno—.
¿Puede hablar conmigo sin temor y sin olvidar que soy su amigo?
—¿Cómo ha venido aquí? —preguntó ella sin darse cuenta, al parecer, de
lo que yo le había dicho.
—¿No recuerda que le dije, cuando nos encontramos, que me iba a
Cumberland? Desde entonces he estado en Cumberland y he vivido todo el
tiempo en Limmeridge.
—¡En Limmeridge!
Su rostro pálido pareció iluminarse al repetir estas palabras, y su vaga
mirada se clavó en la mía con repentino interés.
—¡Ah, qué feliz ha debido de ser usted! —añadió con ansiedad; y toda
sombra de recelo abandonó su expresión.
Aproveché aquella confianza que parecía inspirarle de nuevo para observar
con atención y curiosidad su rostro, que hasta entonces había tratado de
ocultar por precaución. La contemplé, con la imaginación llena de aquel otro
rostro amado que fatalmente me hizo recordar a la pobre desgraciada la noche
memorable en la terraza bañada por la luz de la luna. Vi entonces la imagen de
Anne Catherick en la señorita Fairlie. Ahora veía la imagen de la señorita
Fairlie en Anne Catherick y la veía con más y más claridad porque la
diferencia entre ambas me parecía sólo reforzar su parecido. En el trazo
general de las facciones y en las proporciones entre ellas, en el color del
cabello, en cierta indecisión nerviosa de los labios, en la estatura, en la silueta
de su cuerpo y en la inclinación de la cabeza, en el porte, el parecido me
sorprendía más que nunca. Pero aquí la similitud terminaba y comenzaba la
diferencia de pequeños detalles. La belleza delicada de la tez de Laura, la
claridad transparente de sus ojos, la pureza de su cutis, el tierno florecer del
color en sus labios, no existían en el rostro extenuado y sufrido que se volvía
hacia mí. Aunque me detestaba a mí mismo por pensar semejante cosa, al ver
a la mujer que estaba delante de mí no pude combatir la idea de que tan sólo
un triste cambio en el futuro era lo que faltaba para que se completase aquel
parecido que ahora se me ofrecía como imperfecto en sus detalles. Si algún día
las penas y las desdichas profanasen con su huella la juventud y belleza de la
señorita Fairlie, entonces y sólo entonces ella y Anne Catherick serían
hermanas gemelas, estampas vivientes la una de la otra.
Sentí escalofríos ante esta idea. Había algo morboso en la ciega e irrazonable desconfianza sobre el futuro que mi cerebro parecía imprimir a
cualquier pensamiento que pasara por mi mente. Saludé la sensación que
interrumpía estos pensamientos al posarse la mano de Anne Catherick en mi
hombro. Su gesto fue tan sigiloso e inesperado como aquel otro que me dejó
petrificado de pies a cabeza la noche en que nos encontramos por primera vez.
—Me está usted mirando y está pensando en algo —dijo ella con su
insólita dicción apresurada y sofocada—. ¿En qué?
—En nada especial —contesté—. Me pregunto cómo llegaría usted hasta
aquí.
—He venido con una amiga que es muy buena conmigo. No he estado más
que dos días.
—¿Ayer vino aquí usted también?
—¿Cómo lo sabe?
—Me lo figuraba.
Me dio la espalda y se arrodilló ante la sepultura, mirando una vez más el
epitafio.
—¿Dónde he de ir que no sea aquí? —dijo—. La mujer que fue para mí
más que una madre, es la única amiga a quien puedo visitar en Limmeridge.
¡Dios mío, qué pena me da ver estas manchas en su lápida! Debían mantenerla
siempre blanca como la nieve por ser de ella. Ayer tuve la tentación de
empezar a limpiarla, y hoy no he podido resistir al deseo de volver para
terminarla. ¿Es que hay algo malo en ello? No lo creo. ¡No puede ser malo
nada de lo que haga por el bien de la señora Fairlie!
Era indudable que el antiguo sentimiento de gratitud hacia la memoria de
su bienhechora persistía como la idea dominante en la mente de la pobre
criatura que no había recibido otra impresión más perdurable desde aquella
primera de los días felices de su niñez. Comprendí que la mejor manera de
ganar su confianza era la de animarla a que continuase el inofensivo trabajo
por el que había llegado al cementerio. Trabajo que continuó en cuanto se lo
indiqué, tocando el duro mármol con la misma ternura con que hubiese tocado
algo dotado de sentimientos y susurrando las palabras del epitafio una y otra
vez, como si aquellos días lejanos hubieran vuelto y se hallara aprendiendo
pacientemente sus lecciones sobre las rodillas de la señora Fairlie.
—¿Le extrañaría mucho —comencé a decir, preparando el terreno con toda
la cautela que pude para preguntarle lo que me interesaba— si le confesara
que me he alegrado tanto como me he sorprendido, de verla a usted aquí? Me
quedé muy intranquilo después de dejarla en el coche.
Levantó bruscamente la cabeza y me miró con recelo.
—¿Intranquilo? —repitió—. ¿Por qué?
—Porque sucedió algo extraño cuando nos separamos aquella noche. Me
crucé con dos señores que iban en un cabriolé. No me vieron, pero se
detuvieron cerca y hablaron con un policía que estaba al otro lado de la calle.
Suspendió instantáneamente su ocupación y dejó caer la mano que sostenía
el trapo mojado con que limpiaba la lápida. Con la otra mano se aferró a la
cruz de mármol de la cabecera de la tumba. Volvió con lentitud hacia mí su
rostro, endurecido de nuevo por la mirada de terror. Me aventuré a proseguir,
pues ya era tarde para retroceder.
—Los dos hombres de dirigieron al policía —continué— para preguntarle
si la había visto a usted. Contestó que no, y uno de los hombres dijo entonces
que usted se había escapado de su sanatorio.
Se incorporó de un salto como si mis palabras hubieran puesto a sus
perseguidores sobre su pista.
—¡Espere! déjeme terminar —grité—. ¡Espere! vea que me considero su
amigo. Una palabra mía hubiera bastado para que aquellos hombres la
encontrasen, pero no pronuncié esa palabra. La ayudé a escapar, aseguré y
protegí su fuga. Piénselo, debe pensar. Debe comprender lo que le estoy
diciendo.
Mi tono pareció convencerla más que mis palabras. Hizo esfuerzos para
captar aquella nueva idea. Sus manos cambiaron nerviosamente el trapo
blanco de una a otra, exactamente igual que aquella noche, cuando la vi por
primera vez, cambiaban entre sí el pequeño bolso. Poco a poco, el significado
de mis palabras fue abriéndose paso en medio de la confusión y agitación de
su cerebro. Lentamente su expresión se suavizó y sus ojos me miraban ya más
con curiosidad que con miedo.
—Usted no cree que tenga que volver al sanatorio, ¿verdad? —dijo.
—Claro que no. Me alegro de que usted se escapara y me alegro de haberla
ayudado a ello.
—Sí sí, es cierto, me ayudó; me ayudó en lo peor —continuó diciendo,
algo distraída—. Salir fue muy fácil. Si no, no lo hubiera conseguido. No
sospecharon nunca de mí como de los demás. ¡Yo era tan tranquila y obediente
y me asustaba con tanta facilidad. Lo peor fue encontrar el camino de Londres,
y en eso me auxilió usted. ¿Le di las gracias entonces? Pues se las doy ahora
de todo corazón.
—¿Estaba el sanatorio muy alejado de donde me encontró? Vamos a ver si
demuestra que me considera su amigo y me dice dónde estaba.
Lo nombró y comprendí por su situación que se trataba de un sanatorio particular no muy lejos del sitio donde nos encontrábamos: luego, con
evidente recelo por el uso que yo pudiera hacer de su confianza, me repitió
ansiosamente la misma pregunta de antes: —¿Usted no cree que tenga que
volver allí, verdad?
—Una vez más le repito que me alegro de que se escapara y de que se
pusiera a salvo cuando yo la dejé —le contesté—. Me dijo usted que tenía una
amiga en Londres. ¿La encontró?
—Sí. Era muy tarde cuando llegué, pero había una muchacha en la casa
que estaba todavía levantada cosiendo y me ayudó a despertar a la señora
Clements. La señora Clements es mi amiga. Una mujer muy cariñosa, pero no
como la señora Fairlie. ¡Eso, no; nadie pude ser como la señora Fairlie!
—¿La señora Clements es una antigua amiga suya? ¿La conoce usted
desde hace mucho?
—Sí. Cuando vivíamos en Hampshire era vecina nuestra y me quería
mucho y me cuidaba, cuando yo era muy pequeña. Hace años, cuando se
separó de nosotros, escribió en mi devocionario las señas de su casa de
Londres y me dijo: «Si algún día necesitas algo, Anne, ven a mi casa. No
tengo ya marido que pueda mandarme, ni tengo niños para cuidar de ellos y
haré lo que pueda por ti.» ¿Verdad que son palabras cariñosas? Me parece que
las recuerdo porque eran cariñosas. Además, es tan poco lo que recuerdo, ¡tan
poco, tan poco!
—¿No tiene padre o madre que se ocupen de usted?
—¿Padre? Nunca le conocí. Jamás oí a mi madre hablar de él. ¿Padre?
¡Pobre! Me figuro que ha muerto:
—¿Y su madre?
—No me llevo bien con ella. ¡Nos molestamos y nos tememos
mutuamente!
¡Nos molestamos y nos tememos mutuamente! Al oír estas palabras cruzó
por mi mente la primera sospecha de que fuera su misma madre la persona que
la había encerrado.
—No me pregunte por mi madre —continuó—. Prefiero hablar de la
señora Clements. La señora Clements piensa como usted que no debo volver
al sanatorio. Y se alegra tanto como usted de que me haya escapado de allí. Ha
llorado por mi infortunio y dice que tengo que ocultarme y guardar el secreto a
todos.
¿Su «infortunio»? ¿En qué sentido empleaba esa palabra? ¿En el que
podría explicar sus motivos para escribir la carta anónima? ¿En el sentido que
puede parecer tan corriente y tan usual y que conduce a tantas mujeres a imponer anónimamente obstáculos ante el matrimonio del hombre que las
deshonró? Y antes de hablar de otro asunto resolví aclarar aquella duda.
—¿Qué infortunio? —pregunté.
—El infortunio de verme encerrada —contestó, algo sorprendida por mi
pregunta—. ¿De qué otro infortunio podía tratarse?
Me decidí a insistir en el tema con toda la delicadeza y cuidado de que
fuese capaz. Era de gran importancia estar absolutamente seguro sobre cada
paso que daba, ahora que mi investigación empezaba a avanzar.
—Existe otro infortunio —repetí— al que cualquier mujer se halla
expuesta y por el que se condena a sufrir toda la vida de vergüenza y de dolor.
—¿Cuál es? —preguntó con desazón.
—El infortunio de creer con demasiada ingenuidad en su propia virtud y en
el honor y la fidelidad del hombre a quien ama —respondí.
Me miró con la turbación indisimulada de un niño. Ni la menor sombra de
confusión ni de rubor, ni la más ligera señal que dejase traslucir una
conciencia atormentada por un secreto vergonzoso se reflejó en su rostro, en
aquel rostro en el que se reflejaba con tanta claridad cualquier otra emoción.
Ninguna palabra me hubiera convencido tanto como su mirada, y la expresión
de su rostro me convencía de que el motivo que yo le atribuí para escribir
aquella carta y enviarla a la señorita Fairlie, estaba obvia y enteramente
equivocado. Sea como fuere, aquella duda estaba ya resuelta, pero al disiparla
se abría ante mí un nuevo horizonte de incertidumbres. La carta, me lo habían
confirmado positivamente, señalaba a Sir Percival Glyde, aunque no lo
nombrase. Debía tener algún motivo de importancia, originado por alguna
injuria grave, para denunciarlo secretamente a la señorita Fairlie en los
términos en que lo había hecho; y el motivo era indudable que no tenía nada
que ver con cuestiones de inocencia perdida. ¿Cuál era su naturaleza?
—No le entiendo— me dijo después de tratar en vano de comprender el
sentido de mis últimas palabras.
—No se preocupe por eso —contesté—. Volvamos a nuestra conversación
de antes. Dígame cuánto tiempo estuvo en Londres con la señora Clements y
cómo vino aquí.
—¿Cuánto tiempo? —repitió—. Estuve con la señora Clements hasta que
vinimos las dos a este pueblo hace dos días.
—Entonces, ¿vive en el pueblo? —dije—. Es raro que no haya sabido nada
de usted aunque sólo lleve aquí dos días.
—No, no, no en el pueblo. Estamos en una granja, a tres millas de distancia.
¿No la conoce usted? La llaman Todd's Corner.
Me acordaba perfectamente de aquel sitio; varias veces habíamos pasado
por delante en nuestros paseos en coche. Era una de las más antiguas granjas
de aquellos contornos, situada en un lugar solitario y aislado, encerrado entre
dos montañas.
—En Todd's Corner viven parientes de la señora Clements —continuó—, y
muchas veces la han invitado a que venga. Dijo que iría y me llevaría a mí
porque necesitaba el aire fresco y la calma. ¿Verdad que es muy amable de su
parte? Hubiera ido a cualquier sitio con tal de estar tranquila y a salvo y fuera
del alcance de los otros. Pero cuando supe que Todd's Corner estaba cerca de
Limmeridge me puse tan contenta que hubiera andado todo el camino descalza
para llegar a él y volver a ver la escuela y el pueblo y la casa de Limmeridge.
Hay muy buena gente en Todd's Corner. Espero estar aquí mucho tiempo. Sólo
hay una cosa que no me gusta en ellos y tampoco en la señora Clements...
—¿Qué es ello?
—Que me reprenden porque voy siempre vestida de blanco. Dicen que es
muy extravagante. ¿Qué saben ellos? La señora Fairlie lo sabía mejor.
Seguramente nunca me hubiera obligado a llevar este feo capote azul. ¡Dios
mío!, cuando vivía le encantaba el blanco, y estas piedras de su sepultura son
blancas, y por su gusto las estoy haciendo más blancas. Ella misma a menudo
vestía de blanco y a su hija la vestía siempre de blanco. ¿Está bien la señorita
Fairlie y es feliz? ¿Se viste de blanco ahora como cuando era niña?
La voz le tembló al nombrar a la señorita Fairlie, su mirada se apartaba
cada vez más de mí. Creí percibir en su expresión alterada la consciencia
angustiosa del riesgo que había corrido al enviar la carta, anónima, e
inmediatamente decidí formular mi respuesta de tal manera que la obligase a
reconocerlo.
—La señorita Fairlie no está muy bien ni muy contenta desde esta mañana.
Murmuró algo, pero sus palabras salían atropelladas y hablaba tan bajo que
no pude suponer siquiera qué decía.
—¿No me pregunta por qué no estaba bien ni contenta esta mañana, la
señorita Fairlie? —pregunté.
—No —contestó en seguida con desasosiego—. ¡Oh, no! No he
preguntado eso.
—Se lo voy a decir yo sin que me lo pregunte —continué—. La señorita
Fairlie ha recibido su carta.