La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 1: Retorno

Ni estoy perdido,

ni doy rodeos

cuando al interior del castillo llego

de mi señora, a la que codiciamos

con hambre más allá de todo extremo;

por su belleza, que no tiene par,

mil veces al día levanto el cuello:

mejor pobre placer que dolor de marfil (1)

 

Diciembre de 1208

Se notaba que era invierno, pero al menos no le parecía tan trágico como en París. No había nieve, no aún, y Arnald comentó que no era raro que el clima se pusiera más cruel y hasta despiadado de un día a otro. Bueno, no se habían topado con ninguna tormenta ni atraso por culpa del clima, pero eso no significaba que no deseara con todas sentarse frente a la hoguera, tomar algo de vino y un caldo caliente.

El viento no soplaba con fuerza, pero era lo suficiente helado para causar fastidio, y las manos que sostenían las riendas del caballo también se congelaban. "Bien, si estoy siendo exagerado", se dijo con gracia y sonrió para sí mismo. Era la urgencia de pasar al menos unas horas bajo techo lo que lo tenía apurado.

Tampoco iba a quejarse, no la pasó tan mal después de todo. En realidad, Guillaume podía afirmar con toda seguridad que su viaje a tierras aragonesas fue un éxito.

Como ya había aprendido, ser el gran maestre no era solo quedarse quieto en Saissac esperando informes, también se trataba de ver con sus propios ojos como iban las cosas. Era lo que solía hacer su padre, el caballero lo recordaba viajando con frecuencia. Y era lo que le tocaba, según indicación de Froilán de Lanusse.

El templario insistió en que era lo correcto, y él estuvo de acuerdo. Solo que, por si las dudas, le pidió que le envíe a su mejor hombre como parte del séquito con el que viajaría. Quería tener a alguien de la orden cerca por si ocurría algo, o si necesitaba enviar algún mensaje. Y claro, el que apareció fue Abelard de Termes.

Al inicio no fue el más entusiasmado con su presencia, no sabía como tratar con un caballero templario. ¿Bebería a su lado? ¿De qué podrían conversar? ¿Podía alguien al servicio de Cristo pertenecer a la orden sin ningún dilema moral? Además, Abelard no ayudaba mucho. Estaba serio casi todo el tiempo, y le hablaba manteniendo la distancia y respetando su rango en teoría superior.

Así que, para aligerar el viaje y conocerlo mejor, se le ocurrió la única forma en que dos hombres podrían congeniar: Entre copas. Entonces descubrió que Abelard sí era un tipo formal y serio, pero también sonreía, también reía y bromeaba. Hasta cantaba, y lo hacía bien. Tal vez no serían los mejores amigos, pero le gustaba confiar en quienes tenía a su lado.

Ese tal vez era el motivo por el que el templario aceptó volver con él hasta Saissac, aunque primero harían una parada en Cabaret. El camino desde Aragón resultó ser más tedioso que la ida, y eso porque el clima empeoraba cada día.

Después de presentarse ante algunos señores menores que pertenecían a la orden, y que le juraron lealtad en persona, fue directo a entrevistarse con otro gran maestre: El rey Pedro de Aragón. En eso, por más que le pesara admitirlo, tenía que agradecerle al engreído de Trencavel, quien envió una carta a su cuñado el rey para presentarlo y recomendarlo. Así que el recibimiento fue bueno, incluso interesante.

El rey resultó ser una persona agradable, conversador y amante de las fiestas. Le presentó al resto de caballeros de la orden hermana que le servían, incluso fueron al monasterio de Alba, donde Guillaume fue testigo del trabajo de aquellos monjes que se dedicaban a custodiar y traducir los documentos prohibidos de la orden. Les mandó saludos del padre Abel, a quien algunos recordaban con entusiasmo. Pues si, todo parecía perfecto. Casi perfecto. Si no fuera por los rumores en el aire. Mismos que el rey conocía.

—El Papa no está nada contento con la situación —le dijo el rey—. Está convencido de que todos estos años de intentar convertir a los herejes fueron en vano.

—Tampoco es que se hayan esforzado mucho —respondió, y el hombre asintió en silencio.

En París escuchó decir que los herejes del Mediodía no querían ser convertidos, pero Guillaume había visto como eran las cosas. Salvo por fray Domingo de Guzmán, el resto de predicadores eran un repelente más que hombres dispuestos a acercar a la gente a su iglesia.

—Eso lo sabemos vos y yo, pero en Roma no les importan los detalles, solo los resultados. No me fio nada de la presencia de los dos legados papales en estas tierras. El tal Peyre de Castelnou sigue rondando Narbona, y el miserable Arnaldo Almaric ha sido visto en París. ¿Qué busca allí? ¿Aliados? ¿Sabéis algo al respecto? —Guillaume negó con la cabeza.

—Pero puedo escribir a mis viejos amigos, tal vez alguno tenga información que nos sirva.

—¿Y no habéis pensado en volver a París? Solo para confirmar si las sospechas son ciertas.

—Tengo contemplado hacerlo, sí. Tal vez cuando acabe el invierno. —El rey torció los labios, luego le devolvió una mirada de desaliento.

—Quizá para ese entonces ya sea muy tarde.




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