La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 3: Presagios cercanos

No tendré nunca sobre mi poder,

me perdí desde esa vez deliciosa

en que en sus ojos me permitió verme:

un espejo de luna esplendorosa.

Espejo, desde que me miré en ti,

me mata un suspirar de lo profundo,

pues como se perdió Narciso me perdí,

y como él en la fuente, igual me hundo (1)

 

¿Cómo describir lo que fueron esos días para él? Extraños, quizá. Era parte del temple desde que tenía memoria, y su vida se basó siempre en seguir instrucciones. En misiones que cumplir, en la reflexión, la oración y la soledad. Incluso ser parte de la orden del Grial solo fue una prolongación de su ya riguroso estilo de vida.

Nunca bebía de más. Nunca reía mucho. No hacía bromas. Siempre se tomaba las cosas en serio. Y, sobre todo, nunca había amado a nadie. O eso creyó. Todos esos días acompañando a su gran maestre le enseñaron a relajarse, a intentar seguir un chiste, o incluso que no estaba tan mal beber un poco y tener una amena charla entre caballeros. Y sobre el amor también entendió otra cosa.

Estaba enamorado de Sybille de Montpellier.

Tal vez en el fondo Abelard siempre supo que los sentimientos que guardaba por la joven eran algo más que una simple admiración. No fue consciente de qué tanto había cambiado su vida hasta que la distancia le hizo sentir necesidad de ella. Y fue justo escuchando a Guillaume hablar de su dama que lo entendió.

El de Saissac era un hombre enamorado, y además uno que no sentía ningún temor en gritarlo a los cuatro vientos. Escuchó las canciones que le dedicaba a su amada, y también lo escuchó decir un sinnúmero de veces lo ansioso que estaba de volver a verla. Que no podía respirar sin ella. Que no lograba pensar en nadie más, ni siquiera mirar a otras. Era ella su amor, la única. Por siempre.

No le bastó solo con escucharlo, sino en verlo. La devoción que le tenía a Bruna era comparable a la de un devoto de la Santa Virgen María. La forma en que la miraba, como sus ojos parecían brillar al tenerla cerca, su sonrisa alegre. Fue entonces que se preguntó, ¿así vería él a Sybille? ¿Así la necesitaba él también? Y lo más importante, ¿ella lo notaría?

Lejos de dejarse llevar por la revelación de sus sentimientos, el reconocer lo que sentía solo le causó pesar. ¿De qué valía ese amor? Un caballero templario no hacía juramentos de finn' amor, y él no podía dejar el temple aunque quisiera. No con la situación tan delicada en la que estaban. Y aunque pudiera volver a ser un caballero de Termes, uno como cualquier otro, ¿en serio tendría oportunidad? ¿Sybille siquiera daría pie a sus esperanzas? No, desde luego. Ella solo pensaba en un hombre que aún no conocía, y que amaba a otra.

No podía culpar a Guillaume, después de todo, él ni siquiera conocía a la dama y apenas se enteraba de su deber de desposarse con ella. Ninguno de los dos pidió que sus destinos se unieran, pero Sybille lo ansiaba. ¿Qué había visto en ese futuro al lado del gran maestre que la entusiasmaba tanto? ¿Por qué decidió entregarle su corazón a un desconocido que jamás la amaría?

Pensando en eso fue que las horas pasaron rápido en el camino hacia Montpellier. Se enteró de que un visitante de París había llegado a Saissac, el amigo del que siempre hablaba el señor Guillaume. Le bastó presentarse ante él para saber que no congeniarían, y que, de hecho, el caballero tampoco quería congeniar con nadie más. De todas maneras no pensaba quedarse más tiempo, así que partió a la mañana siguiente con la primera luz del alba, y con la carta que escribió el gran maestre para la profeta.

Arnald lo acompañó por el camino hasta que se desvió a Béziers. El chico era el único entusiasmado del grupo, y se la pasó hablando sobre las maravillas del lugar donde nació. Cuando se despidió, no dudó en decirles que estaban todos más que invitados a la casa de los Maureilham, aunque el templario dudaba mucho que su tío Bota quisiera recibir a tanta gente.

Así que no dejó de pensar en Sybille el resto del camino, preguntándose si valdría la pena revelarle sus sentimientos. ¿Para qué? ¿Acaso eso cambiaría la opinión de la dama? Ya le había jurado de rodillas que la protegería por siempre, ¿ella habría visto sus sentimientos en esa ocasión? No, sería en vano. Quería ser racional y no aferrarse a la idea de un imposible. Porque tampoco soportaba saber que quizá ese mismo año Sybille y Guillaume se casarían, y que él sería el dueño de su cuerpo.

"No deberías pensar así, no corresponde. Ni siquiera podrás darle un solo beso, ¿qué te hace creer que tienes derecho a imaginar yacer con ella? ¿Tener su cuerpo al menos una vez?", se decía, abochornado. Y no tuvieron solución sus propios reclamos, pues la mente es libre de navegar por donde desee, y sin permiso.

Al llegar a Montpellier, una vez más fue recibido por Joan, el padre de la dama profeta. Por supuesto que el hombre preguntó si había novedades, y Abelard respondió que sabía lo mismo que todos: El legado Arnaldo seguía en París, pero el legado Peyre de Castelnou rondaba Tolosa y otras villas del Mediodía. Los informes decían que había que ser cautelosos, pues los ánimos de la iglesia no eran los mejores.

—Tal vez ella pueda deciros algo más —comentó Joan mientras escoltaba al caballero al interior del castillo—. Ha tenido visiones.




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