La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 6: El rojo en el horizonte

Dios se dejó torturar en la cruz por nosotros

y nos dirá el día en que todos vendrán:

«Vosotros que me ayudasteis a llevar mi cruz,

vosotros iréis allí

donde están mis ángeles». (1)

 

Sabía que tenía que mantener la calma, pero no estaba segura de lograrlo. Las voces de los ángeles intentaban darle tranquilidad, ¡pero era tan difícil! Ella, que no solía tener pesadillas, tuvo por varias noches sueños aterradores en los que todo se cubría de rojo. Su Béziers querido, el valle, el río Orb incluso. Y sabía que ese rojo no era otra cosa que sangre. Guillaume acabó por confirmarle todo, y ella sabía como eran las cruzadas, o al menos creía saberlo.

"Es como debe ser, es el camino que me ha tocado. La cruz que debo cargar, la penitencia que se ha de pagar para cumplir con el plan divino", se repetía, pero eso no conseguía quitarle los nervios.

Cuando su caballero se fue y quedó a solas con sus pensamientos, y las voces que susurraban sin parar, Bruna estuvo a punto de romper en lágrimas. Miró sus manos, que temblaban sin que pudiera controlarlas. ¿Cómo fue capaz de callarse con su amado? Solo a él podía contarle, segura de que él podría entenderla. ¿Acaso no era el gran maestre aquel que protegería a la dama? Guillaume no iba a asustarse si le contaba de las voces.

Pero los ángeles no querían que hablara con él, no querían que le confiara los secretos que compartían con ella. Era una carga solo para Bruna, y a ella le dolía tanto callar...

Por eso, apenas Mireille le dijo que el caballero partió rumbo a Carcasona, les pidió a sus doncellas que la acompañaran a la iglesia a ver al padre Abel. Todo en Cabaret parecía tan normal, todo seguía su curso. Todavía no se habían enterado, pero de seguro a la mañana siguiente, cuando los comerciantes nuevos llegaran, les llevarían las terribles noticias. ¿Y qué hacer? ¿Qué podía decirles? ¿Cómo consolarlos y decirles que todo estaría bien, cuando hasta los ángeles sabían que era inevitable?

Suspiró, tenía que confiar en los designios de Dios. Y mantener la calma, tal como le dijeron. Cuando llegó frente a la iglesia, se detuvo un momento para recuperar la compostura y no sentir que se ahogaba. Se persignó, y cruzó la enorme puerta de madera, a ese refugio de piedra y vitrales que siempre fue casi como un hogar. Mireille y Valentine se quedaron en un rincón oscuro donde guardaron silencio, y Bruna continuó su camino rumbo al altar, donde rezaba arrodillado el padre Abel.

No quería interrumpir sus oraciones, así que se sentó cerca para esperarlo. Pronto él se puso de pie, y se giró. Al principio no reparó en su presencia, pero Bruna sí que notó lo angustiado que estaba. Era tan fácil leer a ese hombre de Dios, y esta vez ella entendía sus miedos, pues estaban bien justificados. Cuando el padre Abel la vio, mostró sorpresa por un instante antes de sonreír con amabilidad y acercarse a ella.

—Señora...

—Padre —lo saludó con una leve inclinación de la cabeza—. Sé que estáis ocupado, pero quisiera saber si dispone de algún tiempo para mí.

—Para mi señora Bruna jamás estoy ocupado —respondió él con amabilidad, y se sentó a su lado—. ¿Qué os trae aquí, señora? ¿Acaso algo os preocupa? ¿O desea la confesión?

—No es eso, padre.

Lo notó fruncir el ceño con discreción, y Bruna fingió que no se daba cuenta. La fecha para confesarse había pasado ya, y ella no tuvo nada que decir. Al menos no nada de lo que se arrepintiera. Adulterio, fornicación, esas cosas. Sabía que era un pecado, o que debería serlo ante los ojos del padre Abel. Pero, si de verdad estaba haciendo algo malo, ¿por qué los ángeles no la castigaban? Si a ellos, que eran los mensajeros de Dios, poco les importaba; Bruna no tenía nada que confesar.

—¿Entonces...?

—Creo saber que os preocupa, es un tema muy delicado del que apenas he tomado conocimiento.

—¿Se refiere a...? —El padre carraspeó la garganta, y se acercó a ella, hablando en secreto—. ¿La cruzada?

—Si, a eso. —El hombre se separó un poco, y miró con discreción a los lados, como si pudieran escucharlos.

—¿Os lo dijo vuestro marido, señora?

—Lo dijo mi caballero, y nuestro gran maestre —expresó con firmeza, algo que al parecer el padre Abel no esperaba. Bruna ya estaba al tanto de la posición del hombre en la orden, y le confortó saber que jamás conspiró en su contra, pues en realidad él no sabía quien era en verdad—. No es solo la cruzada, padre —continuó—. Guillaume dice que vienen por el secreto, se lo han confirmado.

—Dios santo... —murmuró—. El fin viene tan pronto...

—¿Quién os lo dijo a vos, padre?

—Correspondencia de sacerdotes, señora. En realidad, sabía menos que vos. Solo tenía la versión oficial que llega de Roma, pero ahora que sé lo otro... Dios mío, ¿qué haremos?

—Justo por eso vine a veros. Esperaba que tuvierais una respuesta. O al menos una palabra de alivio en este momento tan difícil.

—Yo no... No sé qué vamos a hacer... —Ese arranque de sinceridad no fue voluntario, el padre Abel habló para sí mismo—. Entonces ellos vendrán por el Grial.




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