La dama y el Grial Ii: El segundo pilar

Capítulo 10: Manuscritos

Las visiones que veo,

no las veo con los ojos del cuerpo

ni con los oídos de la carne,

ni en lugares escondidos,

sino que las veo estando despierta,

con los ojos y oídos interiores del espíritu (1)

 

No estaba tan agotado, en comparación a otros hombres. Fue una buena jornada después de todo, y a pesar del cansancio por una larga mañana de cacería, Trencavel aún creía estar en forma.

Peyre logró derribar a un par de faisanes. Entre varios tuvieron suerte para encontrar un ciervo. Y él dio el tiro de gracia para cazar al jabalí. Eso era lo que los tenía tan entusiasmados, sin duda se darían un gran festín esa noche. Y todos tendrían una razón más para afirmar que su vizconde era el mejor caballero.

Lo del jabalí fue pura suerte, Raimon lo sabía. Fue bueno a fin de cuentas, en el fondo, muchos seguían pensando que era muy joven para estar al mando del vizcondado. Y Raimon sabía que había hombres más fuertes y experimentados. Pero él era quien estaba al mando, y tenían que aceptarlo les gustara o no. Así que esa demostración de fuerza durante la cacería iba a servir para que confiaran más en él, que era justo lo que necesitaba.

No podría guiar a tantos hombres si no lo veían como alguien digno, y si para eso tenía que cazar todos los jabalíes de Provenza...

—Mi señor.

Aquella dulce voz que ya conocía lo paralizó casi por completo. Raimon se detuvo, y con él, los siervos que le acompañaban. En cuanto sus miradas se encontraron, ella se inclinó con toda cortesía, y sus doncellas imitaron su gesto.

—Señora... —murmuró él, contiendo los deseos que tenía de llamarla por su nombre, o por los nombres que él le daba.

Bruna. Su ángel, su ser celestial, su diosa divina. Su amor, la única... Siempre. Allí estaba ella, a un paso de la estancia que le dieron. Esperándolo, sin dudas. ¿Por qué?

—Me preguntaba si podéis concederme una audiencia privada, mi señor —añadió ella.

Con un gesto de las manos, Trencavel despidió a sus guardias, pero las doncellas de Bruna aún estaban allí. Supuso que era lo mejor, no iba a dejar que todos se enteraran de que estuvieron de verdad a solas.

—Por supuesto, señora —contestó él, manteniendo la distancia y la cortesía—. No estoy presentable, acabo de regresar de cacería. Si podéis esperarme...

—Es con carácter de urgencia, mi señor. Disculpad mi insistencia.

—Bien... —murmuró.

Los siervos que lo esperaban para prepararle el baño también fueron despedidos con rapidez. Solo quedaban las doncellas y Bruna, y él seguía sin entender qué sucedía.

Trencavel abrió la puerta, y les hizo una seña. Esperó a que Bruna pasara, y las doncellas también. Pero la dama entró, y lo miró desde adentro, aguardando por él. Lo hizo, y dejó la puerta abierta. Fue la misma Bruna quien se adelantó y la cerró, ante su mirada atónita. No solo eso, sino que jaló el seguro. Nadie entraría, nadie interrumpiría. Estaban solos de verdad. Nunca habían estado así.

—Bruna...

—Tenemos que hablar, pero ellas no pueden escucharlo. Nadie puede hacerlo, al menos no por ahora. Raimon, necesito de tu ayuda —le dijo, dejando atrás cualquier formalidad, y avanzando hacia él.

El vizconde retrocedió pues, aunque no fuera intención de la dama, su cercanía le provocaba cosas que no debería sentir. Y alentaba los deseos reprimidos que allí tenían que quedarse.

—¿Qué está sucediendo?

—Necesito tu ayuda, o la de alguien más. Sé lo que entenderás, y quiero absoluta discreción.

—Si, si, desde luego. Dime, ¿qué necesitas de mí?

—Bien, yo... —La dama se detuvo, y una vez más avanzó hacia él—. Quiero que nos ahorremos algunas explicaciones. Sé que eres un caballero de la orden, y yo soy la dama del Grial. Y como tal, demando tu ayuda —contuvo la respiración al escucharla. Así que se trataba de eso, de otro tipo de deber. Y por más confusas que fueran sus emociones, en eso no podía fallar.

—No tienes que exigirme nada, Bruna. Haré lo que pidas, solo quiero escucharlo.

—Gracias —murmuró—. Necesito... Yo... Tengo que conseguir información. Libros.

—¿De qué?

—De la orden, del Grial. Guillaume no está aquí, no puede ayudarme con eso. Pero tú sí, ¿verdad? Tú eres un iniciado, sabes cosas. Dime donde conseguir libros con secretos de la orden.

—¿Ahora?

—Sí, ahora mismo. Sé que no puedo tardar —él asintió, aunque no sabía por donde empezar.

Los libros que él y el conde de Foix robaron de la biblioteca de Saissac ya habían sido devueltos a Guillaume. O al menos la mayoría de ellos. Era más de mediodía, no podía llevarse a Bruna de allí, y menos sin el permiso de su marido. Por más vizconde que fuera, y aunque Bruna fuera la dama del Grial, había cosas que simplemente no podían pasar.

—Ahora mismo solo hay alguien a quien acudir. Y para eso, tenemos que salir de aquí. Ven, sígueme.




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