La decisión de Celeste

CAPÍTULO 1. EN EL LUGAR EQUIVOCADO

«Dicen que el amor duele…, pero no es verdad.

Lo que duele es llamarlo amor cuando en realidad es ausencia, rutina, costumbre.

Yo lo supe desde el primer silencio que elegí no escuchar».

Aquí estoy, sentada en una de las sillas altas de la sala de entretenimiento de la enorme mansión de los Larrea, esperando a Marcelo, mi novio, para salir. La espera se me hace eterna. Dicen que el tiempo vuela cuando estás feliz. Pues no, este no es mi caso. Parece que he pasado aquí una eternidad. Ni siquiera se ha cambiado. Viste una camiseta básica sin mangas y esa pantaloneta corta que usa como bañador cuando entra a la piscina.

Marcelo estudia en la universidad, en la Gran Ciudad. Apenas lo he visto desde que empezó el semestre. Ahora están de fiestas y ha venido a pasar unos días en San Sebastián. Yo sigo atrapada entre libros, resúmenes y simulacros. Estoy en último año de secundaria y me la he pasado toda la semana estudiando, ya que estamos en exámenes finales.

Necesito salir. Despejarme. Tomarme unos cuantos Shirley Temple, reír sin filtro, soltar el cuerpo y bailar como bruja estrenando aquelarre. Anhelo sentir que la vida no son solo compromisos, resultados y agendas llenas, que aún soy una chica de diecisiete años con derecho a no pensar en el mañana… aunque sea por unas horas.

Reviso por enésima vez mi Instagram. El reel que subí hace una hora antes de venir —mostrando mi outfit— ya supera las cuatrocientas treinta mil reproducciones y una avalancha de comentarios. En TikTok ha explotado. La respuesta es abrumadora y, en parte, reconfortante. Al menos ahí no tengo que fingir que todo está en orden.

Guardo el celular en el bolsillo de mis jeans y suspiro. Disimulo mi impaciencia tras una fingida sonrisa serena, de esas que practico frente al espejo para que nadie note mi torbellino interno. Sin darme cuenta, mis zapatillas golpean la alfombra en un ritmo nervioso, casi mecánico, cada vez más marcado.

El enorme televisor empotrado en la lujosa pared transmite un partido importante de la Premier Ligue. Las voces de los locutores resuenan con potencia por toda la sala.

—Dentro de poco nos vamos —dice, sin apartar la vista de la pantalla, hundido en el sofá como si fuera parte del mobiliario. Parece más interesado en los goles que en mí.

Asiento, fingiendo paciencia. Lo miro de reojo y me esfuerzo por recordar en qué momento me enamoré de él… y por qué. Marcelo no llega al metro ochenta. Tiene veinte años, pero parece mucho menor; es delgado, aunque su cuerpo mantiene cierto aire atlético.

«¡Si al menos fuera guapo!», pienso, mientras contengo una mueca.

Su cabello lacio y fino, de un castaño apagado, le cae justo debajo de las orejas. Tiene labios delgados y una barbilla demasiado redondeada para mi gusto. Lo único que llama la atención en su rostro son sus grandes ojos color café… aunque, para ser sincera, eso nunca me ha deslumbrado. Debe ser porque, antes de llegar a sus ojos, lo primero que noto es su enorme manzana de Adán y esa risa estúpida que suelta cada vez que habla.

Me cruzo de brazos, intentando no mirar el reloj por enésima vez. Respiro hondo. Cierro los ojos por un segundo, buscando no perder la calma, pero lo único que encuentro es esa desabrida sensación de desconexión, como si estuviéramos ubicados en mundos distintos. Él, en su universo de goles y yo, en uno donde me pregunto si esto es todo lo que hay para mí.

No quiero discutir con él, pero algo dentro de mí está cambiando. Necesito conversaciones que me hagan vibrar, miradas que me atrapen sin que las busque. Sueños compartidos que vayan más allá de un fin de semana de fiesta.

Necesito sentirme viva.

Y al lado de Marcelo, nunca me siento así.

—No es que te veas mal, Celeste —dice distraído—. ¿Pero no crees que deberías vestirte un poco más sexy? Siempre que salgamos juntos, tengo que ser la envidia de todos. Estás… —hace un gesto de desdén—, muy sosa.

Bajo la mirada hacia mis piernas. Llevo un pantalón vaquero negro, rasgado en las rodillas, una camiseta básica blanca, sin mangas, que se ajusta con comodidad a mi silueta, y encima, un buzo abierto de lana azul oscuro. Mi escrutinio termina en mis zapatillas deportivas, limpias y bien cuidadas.

No le respondo. No vale la pena.

Solo quiero estar cómoda, sentirme libre, y despejarme. Pero sé que, si entro en su juego, lo más seguro es que terminará enfadado, y, la verdad es que no tengo ganas ni energía para una discusión más. Además, siempre es lo mismo: él se victimiza, yo cedo, le doy la razón y termino disculpándome solo para no escucharle su fastidioso discurso dramático.

—Vamos, Marcelo, cámbiate ya.

Asiente con desgano, pero no se mueve. Sus ojos cafés siguen clavados en la pantalla con la boca entreabierta.

Suspiro, conteniendo el mal humor que comienza a treparme por la espalda como una corriente eléctrica. Vuelvo a sacar el celular y reviso, una vez más, mis redes sociales. Reviso las fotos donde aparecemos Marcelo y yo… y un vacío se abre en mi estómago.




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