La defensa de Arcadia

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Un poco de contexto: 

Los espíritus máquinas. 

Criaturas informáticas creadas por una antigua civilización, ya extinta en la actualidad. Con mucho esfuerzo y sacrificio, los humanos lograron controlarlas. Las psíquicas de la Alianza facilitan el proceso al unir sus mentes con estas inteligencias y así, poder pilotar gloriosas máquinas de guerra que son capaces de allanar el campo en pos de la victoria humana. 

Sin embargo, algunos espíritus máquina son rebeldes, lo cual los hace dificiles de controlar. Para mantenerlos contentos, hay que usarlos continuamente y eso, a menudo, significa un deterioro para la psíquica. 

El Nexus es un tanque gobernado por uno de estos espíritus.

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Quien muere por la humanidad, no muere en vano. Cada hombre, mujer y niño sacrificado en esta guerra, servirá para perpetuar a nuestra especie por encima de las demás. 

General Gustav Aristok. 

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Capítulo 1

 

 

El misil estalló antes de que yo tuviera tiempo de gritar. Fue un estruendo aterrador y la valkiria se tambaleó como un ave que acaba de ser alcanzada por una flecha. Las alarmas de emergencia aullaron dentro del compartimiento de carga y un sinfín de chispas saltó de los sistemas eléctricos cuando las cargas se sobrecalentaron.

—¡Aguanten! ¡Ya vamos a aterrizar! —Gritó el oficial encargado de nuestro transporte. Se agarraba con ambas manos a la barra de seguridad mientras la valkiria daba tumbos en el aire.

Los gritos de mis compañeras penetraron en mis oídos. Una algarabía de llantos y maldiciones. Veinte chicas apretujadas unas contra otras en el compartimiento, atrapadas y sin tener otro sitio a donde ir. El pánico se había apoderado de todas y nuestros cuerpos chocaban entre sí como sardinas en una lata.

La alarma. La maldita alarma. El inminente eco que, con la voz serena de un autómata, indicaba que estábamos en trayectoria de colisión. Miré por la ventana al fuego de artillería que explotaba cerca de la nave. El campo de batalla resplandecía con el fuego de los cañones. Toda una división enemiga que avanzaba hacia la frontera del norte. Y nosotras la sobrevolábamos.

—¡Si sobreviven, recuerden este momento! —Los gritos del capitán apenas se escuchaban entre el caos—. ¡Recuerden quienes son y porqué están aquí! ¡Recuerden por qué pelean y por qué….!

La explosión no lo dejó terminar. La nave literalmente se partió en dos. El metal se desgarró como el papel y el aire nos succionó a todas. En ese instante, mientras giraba en el cielo igual que una pluma llevada por la brisa, logré conectarme con mis instintos primarios de supervivencia y recordé el breve entrenamiento que nos habían dado los instructores antes de embarcarnos en la valkiria que acababa de explotar.

—¡El paracaídas! —Exclamé y busqué desesperada la cuerda para activarlo. El aire golpeaba contra mi rostro igual que agujas heladas y mi estómago iba y venía de un lado a otro, amenazando con salir por mi trasero.

Encontré la soga y tiré de ella. El paracaídas se abrió y detuvo mi descenso descontrolado. Fui la única que lo consiguió. El resto de las chicas, en su horror, no lograron activarlo como se supone que deberían hacerlo. Incluso algunas de ellas no se lo habían puesto, y cayeron en medio de gritos histéricos hacia una muerte segura.

En ese breve instante de alivio, advertí el majestuoso horror de la guerra. Los aviones pasaban rugiendo por encima de mi cabeza, persiguiendo a los cazas yanris que eran más veloces y maniobrables. Un centro de mando, que parecía un champiñón de metal, regía toda la operación enemiga. Una batalla aérea se libraba a su alrededor. En tierra, los tanques de la Alianza avanzaban tratando de aplacar a las hordas de furiosos alienígenas que se desplazaban por las trincheras, acompañados por el crujir de su propia artillería que disparaba desde el otro extremo de la llanura.

Aterricé en el bando de la Alianza, justo entre pelotones de marines que accionaban sus rifles detrás de sus parapetos. Logré zafarme del paracaídas y traté de doblarlo para devolverlo a su empaque, pero una explosión me tomó por sorpresa y dejé que el viento se lo llevara en dirección a los yanris.

—Me lo van a cobrar…

—¡Usted!

La voz rugió igual que un cañón. Solté mi mochila y saludé con la mano sobre la frente.

—¡Soldado de primera clase, Rachel O´neil, presentándose al servicio!

—Soy el mayor Korolenko ¿Dónde está el resto?

—La nave fue derribada, señor. Creo que soy la única sobreviviente.

—¡Maldición! —escupió en la tierra y contempló con desprecio a los yanris que se acercaban. Luego recordó que estaba frente a él—. ¡No me mire así! ¡Vaya al centro de mando!




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