La desaparición de Sara

Capítulo 2

 

 

 

 

 

 

 

 

Las diez de la mañana era la hora prevista para celebrar la reunión de los voluntarios del pueblo. Amaya llegó allí cogida del brazo de su padre, pero él rápidamente la dejó sola para entrar en el ayuntamiento en busca de Saúl, el jefe de policía. Bruno también estaba en la plaza, así que se acercó para saludarla. Llevaba su habitual traje de hombre de negocios y su pelo perfectamente engominado. Era atractivo, pero se lo tenía tan creído que su belleza se marchitaba con cada palabra que decía. Ni siquiera sus dientes blancos, perfectos y alineados, podían esconder su arrogancia.

—Creo que van a contarnos todo lo que ya sabemos —confesó él—: que sospechan que no se ha ido por su propio pie y todo eso. Gracias, querido Saúl, tan inútil como siempre.

—También nos dirán cómo vamos a organizarnos para buscarla —añadió ella.

—No encontraremos nada.

—¿Cómo lo sabes?

Bruno se encogió de hombros.

—Podemos formar equipo —sugirió.

—Ni hablar. Y no te acerques mucho. Mi padre dice que no eres de fiar, y no quiero que se pase el día echándome la bronca con los casi treinta años que tengo ya. Me ha costado mucho convencerlo de que no somos amigos.

—Si tu padre me adora desde siempre. —Bruno sonrió.

—Oye —le dijo Amaya, mirándolo de pies a cabeza—, no pensarás salir por el bosque vestido así, ¿no?

—¿Con el traje? —Señaló su vestimenta—. Hay que ir siempre bien vestido. Nunca se sabe a quién puedes encontrarte.

—¿A quién crees que vas a encontrarte exactamente?

Bruno miró al horizonte.

—Y hablando de rencuentros…

El chico movió la cabeza y levantó las cejas. Amaya miró hacia donde señalaba y vio a contraluz a dos muchachos acercándose entre la multitud. Los habría reconocido hasta con los ojos cerrados porque, aunque llevaba años sin verlos, habían formado parte de su vida durante mucho tiempo.

—¿Qué hacen ellos aquí? —preguntó sorprendida.

—Volvieron a casa antes del verano. Sus padres se han ido a vivir a su segunda residencia. ¿No lo sabías? —Bruno rio—. Bienvenida de nuevo a Valle de Robles, señorita de casi treinta años.

La noticia le cayó a Amaya como un jarro de agua fría. No solo había vuelto a su pueblo sintiéndose fracasada y perdida, sino que, además, todo el mundo, incluidos todos sus amigos de la infancia, iban a enterarse de ese fracaso.

—¡Eh, Dan! ¡Eric! —gritó Bruno, saludando desde la distancia—. Estamos aquí.

Ambos se giraron y miraron en su dirección. Saludaron a Bruno con una medio sonrisa y se dieron cuenta enseguida de la presencia de Amaya. Ambos parecían sorprendidos, pero Eric lo disimuló mejor que Dan. Los chicos se dirigieron hacia ellos y la chica cogió aire, contó hasta tres y lo soltó despacio, intentando relajarse.

—¿Nerviosa? —susurró Bruno—. Ya lo creo que sí. Vuelves a casa, desaparece tu mejor amiga, reaparecen tus exnovios… Parece que estás en racha.

Amaya lo miró con todo el odio que puede desprenderse de una mirada, pero sus ex, como bien había dicho Bruno, ya estaban allí, así que les dedicó su mejor sonrisa. Aquella mañana no se había esforzado mucho en arreglarse. Llevaba unos tejanos oscuros, una camiseta cualquiera de fondo de armario y sus incontrolables rizos recogidos en una coleta alta. Sintió que no estaba preparada para la situación, pero lo disimuló lo mejor que supo. Dan llevaba el pelo rubio alborotado y una sudadera de superhéroes que lo hacía parecer más joven de lo que era. Eric, en cambio, vestía con ropa oscura y llevaba manga corta, pese al frío que hacía en aquel pueblo. De aquel modo, enseñaba los múltiples tatuajes que decoraban su brazo izquierdo desde la muñeca hasta el cuello, donde se intuía el final de una frase en inglés.

—Qué visita tan inesperada —le dijo Eric—. Supongo que estás aquí por lo de Sara. Pensé que no querías volver nunca. Llevas años sin aparecer. —Se metió las manos en los bolsillos.

—Sí. He estado ocupada —contestó ella, sin atreverse a explicar toda la historia: que iba a vivir allí y a trabajar en el periódico de nuevo.

No le hizo falta hacerlo, porque en aquel mismo momento apareció Teresa, con su habitual traje de colores llamativos y su maquillaje perfecto. Se entrometió en la conversación del grupo, irrumpiendo entre los mellizos, apartándolos como si no le importara inmiscuirse en asuntos ajenos; siendo la auténtica reina del pueblo.

—Ya estás aquí, querida. —Abrazó a Amaya—. ¡Qué tragedia lo de la chica desaparecida! Suerte que has vuelto a casa para quedarte. Te necesitamos más que nunca. El diario necesita a su Amaya.

—¿Has vuelto a casa? —preguntó Eric a la vez que levantaba las cejas.

—Sí, he vuelto a casa. —Intentó sonar confiada.

—¿Para quedarte? —quiso saber Dan.

—Cuantos más, mejor, ¿no? —añadió Bruno.

—Un gran comentario, señorito Rey. Gracias por su aportación —contestó Teresa, poniendo los ojos en blanco.

Dan se limitó a observar la conversación sin decir nada, moviendo la cabeza de uno a otro mientras hablaban. Eric y Dan habían crecido en los últimos años y ya no eran los chicos de diecisiete años que Amaya conocía. Sus facciones se habían endurecido, y en aquel momento le pareció que, pese a que eran mellizos y siempre los había visto similares, sus rasgos eran totalmente diferentes, y sus expresiones, el día y la noche. De Eric siempre le había llamado la atención su blanca sonrisa, que contrastaba con sus ojos azules y su pelo castaño. Dan, en cambio, tenía la melena rubia y unos ojos claros llenos de vida que parecían decir más que sus palabras; y, a diferencia de su hermano, casi siempre estaba en silencio. Amaya había pensado desde que los conocía que el hombre perfecto era una fusión de ambos y que, por separado, no habría sido feliz con ninguno de los dos. Era lo que se decía a sí misma para sentirse mejor, pero no siempre le funcionaba.



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En el texto hay: asesinato, secuestro, thriller

Editado: 13.09.2021

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