Glacerya, un mundo nacido del invierno eterno, respiraba con dificultad tras la caída del tirano Tharion. La guerra había terminado hacía apenas unos minutos, pero el eco de la batalla seguía vibrando en cada rincón del planeta.
En el norte, las aldeas de pescadores recogían los restos de barcos partidos en dos por la furia de la guerra; los ancianos miraban al horizonte con temor, preguntándose si la calma sería verdadera esta vez. En las montañas del este, las familias salían de las cuevas donde se habían ocultado, abrazando a los suyos con lágrimas congeladas en las mejillas. En las grandes ciudades del sur, los comerciantes recogían las ruinas de sus negocios, apagando los últimos incendios con agua helada, como si quisieran borrar a toda prisa las huellas del enemigo.
El aire estaba cargado de un silencio solemne, un silencio que hablaba de luto y de alivio al mismo tiempo. El planeta entero parecía contener el aliento, como si el hielo mismo quisiera guardar respeto por las vidas que se habían perdido.
Unas horas después, en el corazón del reino, Aysha y su madre caminaban lentamente hacia el gran salón de cristal donde reposaba el cuerpo del rey. El féretro, tallado en hielo puro, reflejaba la luz de las antorchas con un brillo casi celestial. El pueblo de Glacerya se congregaba en miles, apiñados en las plazas, en los balcones y en las escalinatas del castillo, todos vestidos con prendas blancas en señal de duelo.
La reina viuda sostenía la mano de Aysha con fuerza, como si el calor de ese gesto pudiera impedir que la joven se quebrara. Aysha, sin embargo, mantenía el rostro erguido, con lágrimas contenidas en sus ojos azules. Frente al féretro, se inclinó y depositó sobre el pecho de su padre un lirio de hielo, símbolo de honor eterno entre los suyos.
La multitud guardó silencio absoluto. Solo se escuchaba el crujir del hielo bajo los pies de los guardias reales y el murmullo lejano del viento helado que recorría la ciudad.
En ese instante, Aysha entendió con dolor que su vida jamás volvería a ser la misma. Su padre ya no estaba allí para guiarla, y pronto, muy pronto, los ojos de todo Glacerya se volverían hacia ella. Hija del rey caído, heredera de la corona y portadora del don ancestral del hielo: sería proclamada Reina de Glacerya… y más aún, reverenciada como la nueva Diosa del Hielo.
Pero mientras inclinaba la cabeza en señal de respeto, no podía dejar de preguntarse:
¿Podría realmente ella sostener el peso de un mundo entero en sus hombros?