Los días habían pasado en Glacerya como un invierno interminable, cargado de silencio y luto. El palacio de cristal, otrora símbolo de fortaleza y esplendor, se sentía vacío, como si cada sala y cada pasillo estuviera aún de duelo.
Aysha permanecía encerrada en sus aposentos. La joven reina apenas había salido desde el funeral, y su madre lo sabía bien: aunque el mundo esperaba verla erguida, aún era solo una hija que lloraba la pérdida de su padre.
Aquella mañana, la reina viuda entró en la habitación. La encontró en penumbras, sentada junto a la ventana, con la mirada perdida en el horizonte congelado. En silencio, se acercó al escritorio y depositó sobre la mesa un sobre sellado con cera azul.
—Llegó de Ignis —dijo en voz baja—. De Kael y de la reina Aenara.
Aysha no respondió de inmediato. El solo escuchar esos nombres le recordó la última batalla y a Aeris, caído en combate contra Tharion. Todos habían perdido, todos estaban rotos.
Con manos temblorosas rompió el sello y desplegó la carta. La escritura firme de Kael transmitía pesar, pero también fortaleza: "Aunque el dolor nos consume, debemos mantenernos unidos. Glacerya y Ignis no pueden derrumbarse ahora. Nuestros pueblos necesitan una llama y un hielo que los guíen."
Esas palabras golpearon el corazón de Aysha. Cerró los ojos, apretó el pergamino contra su pecho y respiró profundamente. La sombra del dolor no desapareció, pero algo en ella despertó: la obligación de levantarse, aunque su alma siguiera herida.
Se levantó de la cama, alisó sus vestiduras y, con un gesto decidido, caminó hacia la puerta. Su madre la observó en silencio, comprendiendo que, aunque el luto persistiera, la joven estaba lista para dar un paso hacia adelante.
Mientras tanto, en los barrios bajos de la capital, un murmullo comenzaba a crecer. Hombres y mujeres se reunían en tabernas ocultas, hablando en voz baja pero con rabia contenida.
—La reina no aparece.
—Ni una palabra desde el funeral.
—¿Dónde están las promesas de reconstrucción? ¿Dónde la guía?
La frustración hervía. Muchos recordaban los días en que los reyes salían al balcón para alentar a su pueblo en las horas más oscuras. Ahora, el silencio de la realeza se sentía como abandono.
En esas reuniones, algunos comenzaron a pronunciar en voz alta lo que otros apenas se atrevían a pensar:
—Si Glacerya no tiene un soberano que actúe, entonces tomaremos el poder por nuestras propias manos.
El hielo de la paz apenas nacido comenzaba a resquebrajarse.