El sol apenas se elevaba sobre los picos helados de Glacerya cuando Aysha, con los ojos aún cansados de tantas noches sin dormir, se dispuso a preparar su viaje hacia Ignis. La joven heredera había aceptado la propuesta de su madre: buscar una alianza con la reina Aenara, con la esperanza de reconstruir lo que la guerra contra Tharion había dejado en ruinas.
En silencio, los sirvientes doblaban ropas, cargaban provisiones y revisaban los sistemas de la nave real. Aysha, desde la ventana de su alcoba, veía cómo la ciudad seguía cubierta de cicatrices: muros derrumbados, casas aún en escombros, familias que vagaban sin rumbo. Cada herida de Glacerya parecía reflejarse en su propio corazón.
—Padre… —susurró, acariciando el colgante que le había pertenecido al difunto rey—. Dame la fuerza para enfrentar lo que viene.
Mientras tanto, en las calles de la capital, un rumor corría como el viento helado. La Escarcha Soberana había reunido a centenares de ciudadanos en la plaza principal. El líder, Colosus, se alzó sobre una tarima improvisada. Su voz resonó como un trueno entre los muros de hielo:
—¡Pueblo de Glacerya! —rugió, alzando su puño endurecido como piedra glacial—. Mientras ustedes sufren, mientras lloran a sus muertos y esperan que alguien los guíe… ¿qué hace la nueva reina? ¡Se marcha! ¡Se entrega a los brazos de nuestros enemigos! ¡Ignis casi derritió nuestro mundo bajo el yugo de Tharion, y ahora Aysha pretende confiar en ellos!
Un murmullo indignado recorrió a la multitud. Colosus alzó más la voz, con una convicción que quemaba en su garganta:
—¡No necesitamos de forasteros! ¡No necesitamos de reinas que nos abandonen! ¡Glacerya pertenece a su gente, y juntos levantaremos nuestra tierra sin ayuda de nadie!
Los seis rebeldes que lo acompañaban —Rex, Titania, Frost, Remi, Fénix y Wallman— se mezclaban entre el gentío, alentando vítores, amplificando la furia en cada esquina de la plaza.
Cuando la nave real se elevó lentamente desde las plataformas heladas del castillo, los gritos de la multitud no eran de despedida, sino de ira.
—¡Traidora! —clamaban voces desgarradas.
—¡No regreses! —gritaban otras.
Aysha, desde la ventana de la nave, observó la multitud. Vio rostros que antes la habían amado, que habían confiado en ella, ahora torcidos por el odio y la desilusión. Su madre la miraba desde lo alto del balcón real, firme pero con lágrimas contenidas en los ojos.
Aysha apretó los puños. El aire dentro de la nave estaba helado, no por el clima, sino por la distancia que acababa de abrirse entre ella y su pueblo.
El rugido de los motores cubrió las últimas voces cuando la nave partió hacia Ignis.
Glacerya se despedía de su nueva reina… con odio en lugar de esperanza.