El viaje a través del firmamento terminó cuando la nave de Glacerya atravesó las densas corrientes ígneas que rodeaban al planeta Ignis. El calor se sentía incluso a través de los cristales blindados: un mundo de volcanes activos, ríos de lava y cielos teñidos de rojo anaranjado. Para cualquiera hubiera sido una visión aterradora, pero para Aysha, era el umbral de una esperanza incierta.
En cuanto la nave aterrizó en las plataformas ardientes del palacio real, una escolta de guardias con armaduras de bronce incandescente la recibió con reverencia, inclinando la cabeza en señal de respeto. Sus lanzas llameaban con energía viva, como si cada arma respirara el calor del planeta.
—Bienvenida, reina de Glacerya —dijo uno de los capitanes, conduciéndola con paso solemne—. La reina Aenara la espera.
El interior del castillo era un contraste de grandeza y fuego perpetuo. Columnas de obsidiana, muros bañados en cristal volcánico, antorchas que nunca se apagaban. Aysha avanzaba despacio, sintiendo cómo cada paso la alejaba más de su tierra… y más cerca de un destino compartido.
Al final de un corredor, las puertas se abrieron como si respiraran fuego. Allí, en medio del salón del trono, estaba Aenara, erguida con un vestido de tonos carmesí y dorados, el cabello largo como cascada ígnea. Cuando sus miradas se encontraron, el recuerdo de la última batalla, luchando codo a codo contra Tharion, se impuso sobre cualquier protocolo.
—Aysha… —susurró Aenara con una sonrisa cálida, extendiendo sus brazos.
Ambas reinas se abrazaron. Fue un gesto breve, pero cargado de una hermandad nacida en la guerra.
—Han pasado meses, pero parece que fue ayer —dijo Aysha, apenas conteniendo la emoción.
—Así es —respondió Aenara—. Juntas sobrevivimos a Tharion, y juntas honraremos lo que se perdió.
Las dos caminaron por los pasillos del castillo, conversando sobre la reconstrucción, sobre las heridas que aún sangraban en sus pueblos, sobre la fragilidad de la paz. El fuego que iluminaba cada estancia parecía escuchar, como testigo silencioso de un futuro incierto.
Finalmente, Aenara se detuvo en un jardín interno rodeado de rocas volcánicas. En el centro, había una lápida de obsidiana negra, sobre la que se leía un solo nombre:
AERIS
Ambas guardaron silencio. Aysha inclinó la cabeza, y sus manos temblaron al recordar al aliado que había dado su vida en aquella última batalla.
—Aeris fue más que un guerrero —dijo Aenara con voz grave—. Fue la chispa que mantuvo viva la esperanza cuando todo parecía perdido.
—Y su sacrificio nos permitió seguir de pie —respondió Aysha, colocando sobre la lápida un cristal de hielo puro que había traído desde Glacerya—. Que su memoria nunca se extinga.
El calor del fuego y la pureza del hielo se unieron sobre la tumba, brillando con una armonía imposible. Fue un instante sagrado, como si Aeris aún estuviera allí, acompañándolas en espíritu.
Aysha cerró los ojos y respiró profundamente. La verdadera misión apenas comenzaba.