La Diosa Del Hielo

10: RECONSTRUCCIÓN Y DESTRUCCIÓN

Los meses pasaron, y poco a poco Glacerya empezó a levantarse de las cenizas del conflicto. Las casas destruidas volvían a erguirse, los mercados recuperaban su bullicio y las familias regresaban a sus hogares, donde el hielo reconstruido brillaba como si fuera nuevo.

El pueblo, que durante semanas había dudado de su reina, comenzó a verla con gratitud: Aysha no había descansado ni un solo día, compartiendo la carga de la reconstrucción, caminando entre los civiles y demostrando que estaba dispuesta a sacrificarse tanto como ellos.

Por primera vez desde la caída de Tharion, los cantos de alegría resonaban en la capital.

Pero, entre las sombras, un grupo desconocido tramaba su venganza. Nadie sabía sus nombres, ni de dónde habían salido, pero su fuerza era innegable. Iceberg había advertido a Aysha de su existencia: “Ellos creen que Glacerya debe ser gobernada por la fuerza, no por un trono. Si no los detenemos, traerán un caos peor que Tharion.”

Y su advertencia se cumplió.

En medio de la calma, un estruendo sacudió la ciudad. Varias viviendas y comercios, recién reconstruidos, fueron reducidos a escombros en cuestión de segundos. El caos se desató: gritos, fuego y el hielo quebrado cubriendo las calles.

Aysha acudió con rapidez. Allí, en medio de las ruinas, aparecieron las siluetas de siete figuras envueltas en hielo y sombra. Sus rostros eran ocultos, irreconocibles, pero su líder alzó la voz con tono desafiante:

—¡Glacerya no necesita reinas débiles! ¡Ustedes han sido engañados! Todo lo que ven aquí —dijo, señalando la destrucción— es obra de su “salvadora”.

Los murmullos crecieron. El pueblo, confundido y temeroso, no sabía qué creer.

Aysha, con el corazón encendido de furia, dio un paso al frente.
—¡Basta de mentiras! Ustedes son los responsables de esta tragedia, no yo. ¡No volveré a permitir que jueguen con la esperanza de mi pueblo!

Las figuras avanzaron. El líder, más imponente que los demás, desenvainó una espada helada. El hielo del ambiente crujió como si el planeta mismo respondiera a su poder.

El choque fue brutal. Aysha desató toda su fuerza, pero cada golpe era respondido con una violencia descomunal. El enfrentamiento dejó cicatrices en el suelo y heladas grietas en los muros.

Un impacto directo la derribó. El filo de la espada se cernió sobre ella, y por un instante todo pareció perdido.

Entonces, un clamor se alzó:
—¡Nuestra reina no caerá!

Los civiles, los mismos que habían trabajado junto a Aysha durante meses, corrieron a interponerse. Obreros, comerciantes y aldeanos levantaron piedras, lanzas improvisadas y hasta sus propias manos para defenderla. Una ola de valor humano se interpuso entre la reina y las figuras enemigas.

Aysha se levantó con dificultad. Vio a su pueblo arriesgarse por ella, y entendió que ya no estaba sola.

El líder retrocedió, su plan fallido.
—Esto no termina aquí…

Las siete figuras desaparecieron en la neblina de hielo, dejando tras de sí la destrucción y un mensaje claro: la guerra apenas comenzaba.

El silencio cayó sobre la plaza. Aysha alzó la voz con firmeza:
—Hoy quisieron quebrarnos. Pero aquí seguimos. ¡Glacerya no caerá, porque Glacerya somos todos!

Un rugido de vítores la envolvió. El pueblo había decidido de nuevo: su reina no era una dictadora, era su fuerza.

Y aunque las sombras se retiraban, Aysha sabía lo que Iceberg había advertido: “Lo peor aún está por venir.”




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