El día amaneció gélido, más de lo normal. El cielo de Glacerya, siempre cristalino, parecía teñido de una sombra rojiza que hizo que el murmullo en las calles creciera en inquietud.
Aysha se encontraba en el balcón real, lista para dar un anuncio, cuando los vigías del castillo interrumpieron con un reporte urgente.
—¡Una nave se aproxima desde el espacio exterior! —gritó uno de ellos, con la voz entrecortada—. ¡Procede de Ignis!
El silencio en la plaza fue absoluto. Las manos se crisparon, los rostros se tornaron pálidos. Para el pueblo, el recuerdo de Tharion aún era una herida abierta. Muchos aún veían en Ignis no un aliado, sino el origen del desastre que casi derritió su mundo.
Aysha levantó la mano pidiendo calma, pero no alcanzó a hablar cuando otra voz retumbó entre la multitud.
Era él. El líder de las figuras rebeldes, imponente y firme, que una y otra vez había aparecido para sembrar la duda. Colosus.
Su voz profunda atravesó el aire como un cuchillo:
—¡Ignis vuelve a posarse sobre nosotros! —clamó, elevando el puño—. ¿Acaso olvidaron que fue su rey quien casi condena a Glacerya a la destrucción? ¿Acaso olvidaron las llamas de Tharion?
Los murmullos del pueblo se agitaron. Miedo. Desconfianza. Un abismo de incertidumbre.
Colosus dio un paso al frente, su silueta recortada contra el hielo que brillaba bajo el sol.
—¡Nos quieren someter de nuevo! ¿No lo ven? Primero fue el fuego de Tharion, mañana serán las cadenas de su sucesora. Si dejamos que esa nave aterrice, estaremos sellando nuestro destino.
Aysha lo escuchaba, con el corazón encendido de rabia contenida. El veneno de sus palabras calaba en la gente, y ella sabía que debía actuar con cuidado. Un movimiento equivocado y todo lo que había reconstruido se vendría abajo.
La nave, entretanto, descendió suavemente en el centro de la plaza, su chasis brillando con símbolos dorados y carmesí. Los civiles retrocedieron, algunos levantando piedras, otros temblando.
El zumbido metálico se apagó, y de la escotilla emergió un guardia real de Ignis, vestido con armadura ceremonial. No portaba armas. No habló. Solo caminó hasta Aysha con pasos lentos, solemnes.
El aire era denso. Cada paso del guardia parecía pesar como toneladas en los hombros del pueblo. Cuando llegó frente a la joven reina, inclinó la cabeza y extendió un sobre sellado con fuego real.
—Un mensaje de la reina Aenara —dijo con voz grave.
Sin añadir nada más, volvió sobre sus pasos, subió a la nave y, en un rugido de motores, se elevó hacia el cielo hasta perderse en la distancia.
El silencio era sofocante. Todos los ojos se posaron sobre Aysha, esperando que hablara.
Ella sostuvo el sobre entre sus dedos, sintiendo el calor del sello aún intacto. Con un gesto firme lo rompió, desplegando el pergamino. Sus labios comenzaron a leer, pero su voz fue clara, fuerte, como un eco que se imponía sobre la desconfianza.
—“Pueblo de Glacerya, lamento profundamente el horror que trajo Tharion a sus tierras. Lo que hizo no fue obra de Ignis, sino de un rey cegado por el poder. Hoy les ofrezco mis disculpas y les prometo que, bajo mi reinado, el fuego jamás volverá a alzarse contra el hielo. Nuestra alianza no ha muerto. Está más viva que nunca, y juntos reconstruiremos lo que el odio destruyó.”
La multitud quedó inmóvil. Algunos lloraron en silencio. Otros, incrédulos, miraron a Colosus buscando una respuesta.
Aysha dobló la carta y levantó la vista.
—Han escuchado a la reina de Ignis. Yo confío en ella, porque vi con mis propios ojos que luchó contra Tharion cuando nadie más lo hizo. Si Ignis quiere paz, Glacerya también debe quererla.
Colosus apretó los dientes, pero no habló. Sabía que la semilla de la duda aún estaba plantada, aunque esta vez la voz de Aenara había resonado con fuerza inesperada.
El pueblo seguía dividido. Pero una cosa era cierta: aquel mensaje encendía un nuevo capítulo en la historia de ambos reinos.
Y Aysha sabía que su camino recién comenzaba.