La guerra había terminado. Las calles de Glacerya, aunque aún manchadas por la memoria de la sangre derramada, empezaban a respirar en calma. Tras la captura de los rebeldes, Aysha tomó la decisión más difícil de su reinado: condenar a la Escarcha Soberana a prisión de por vida en las mazmorras heladas del castillo, un lugar del que nadie había logrado escapar jamás. El eco de sus gritos al ser arrastrados a las profundidades quedó como advertencia para cualquiera que intentara volver a alzarse contra el pueblo.
Desde aquel día, Aysha no descansó. Supervisó personalmente cada etapa de la reconstrucción, desde las casas destruidas hasta los comercios reducidos a polvo, y con la ayuda del Orbe Glacer aceleró procesos de restauración que parecían imposibles. Lo que antes llevaría décadas, en apenas meses empezó a brillar con nueva vida.
Pasó un año.
Glacerya ahora era irreconocible: su infraestructura se había modernizado, sus mercados rebosaban comercio y su sociedad había encontrado una unidad que nunca antes había conocido. La reina ya no era vista como una heredera dudosa, sino como una soberana justa y una auténtica diosa del hielo que había guiado a su pueblo desde las ruinas hacia una nueva era.
Aysha, contemplando desde los balcones del castillo el bullicio alegre de su gente, sintió por primera vez en mucho tiempo que su padre estaría orgulloso.
Ese mismo día, la llegada de visitantes de otro reino sorprendió a todos.
Kael, el dios del fuego, y la reina Aenara de Ignis arribaron al palacio, acompañados por una comitiva pequeña. Ambos se mostraban radiantes, pero sobre todo orgullosos.
—Has hecho lo que parecía imposible, Aysha —dijo Aenara, con una sonrisa sincera mientras recorría con la mirada los paisajes reconstruidos.
—Glacerya ha resurgido como nunca lo hubiera imaginado —añadió Kael, posando una mano en su hombro con respeto—. Has demostrado que tu reinado no será una sombra del pasado, sino un futuro brillante.
Aysha los recibió con un abrazo cálido, agradecida. Durante la conversación, compartieron también un detalle inesperado: el turismo entre ambos planetas había crecido como nunca antes. Habitantes de Glacerya viajaban a Ignis para conocer sus tierras de fuego, mientras que muchos de Ignis visitaban la capital helada, maravillados por sus paisajes restaurados.
Por primera vez en mucho tiempo, Aysha sintió que su planeta no solo había sido salvado… sino que también estaba listo para convertirse en un faro de prosperidad en todo el universo.