El frío viento de Glacerya soplaba suavemente cuando Aysha decidió visitar una vez más a la Vidente de los Hielos Eternos, buscando poner punto final a todo lo que había pasado. Con paso firme entró en el santuario, donde la anciana de ojos blancos ya la esperaba como si hubiera visto su llegada en las corrientes del tiempo.
—He vencido a tu visión —dijo Aysha con orgullo—. Derroté a los rebeldes y el pueblo de Glacerya ha vuelto a prosperar. Tu advertencia no se cumplió.
La vidente soltó una risa tenue, cargada de misterio y melancolía.
—No, hija del hielo… —respondió—. Yo no me refería a esta guerra. Lo que viste fue apenas un preludio. Lo que se acerca… es mucho más grande. Asgard ya ha puesto sus ojos sobre ti.
Aysha frunció el ceño, sin comprender del todo.
—¿Asgard? ¿Por qué?
—Tu orbe, el Glacer —explicó la vidente—. El mismísimo Odín lo desea. Anhela ese poder para dominar no solo Asgard, sino todos los reinos. En cualquier momento, sus ejércitos descenderán sobre Glacerya.
Un silencio helado invadió la sala. El corazón de Aysha se endureció al escuchar aquel nombre, consciente de que su victoria sobre la Escarcha Soberana había sido apenas el inicio de un desafío aún más colosal.
De pronto, un destello azul iluminó el lugar. Un holograma apareció frente a ella: era Artemis, la diosa cazadora. Su semblante se veía preocupado.
—Aysha… no hay tiempo —dijo con urgencia—. Mi padre, Zeus, está en problemas. Ha surgido un ente oscuro que lo consume desde las sombras, y no solo a él: está afectando a otros dioses. Kael, Ares… incluso Odín siente su influencia. Todo el panteón corre peligro.
Aysha cerró los ojos, respiró hondo y apretó sus manos alrededor del orbe Glacer, que vibró con una luz tenue como respondiendo a la llamada de lo que vendría.
El hielo de Glacerya parecía quebrarse bajo sus pies, pero en su interior, Aysha sabía que la verdadera guerra apenas comenzaba.