El carruaje de Suari desapareció entre los árboles, llevando con él las últimas flores del camino. Lichty la vio partir desde el umbral de su hogar, con Naira en brazos. No lloró. Porque sabía que lo que habían sembrado juntas ya estaba brotando y que se verian en lo sucesivo.
Antes de marcharse, Suari dejó una pequeña caja de madera clara con una nota grabada a mano:
“Esta tierra ya no necesita custodios. Necesita jardineros.”
Lichty guardó esas palabras como una oración.
Pasaron los días, y Arembó se volvió distinto sin dejar de ser él mismo.
Las casas no se reconstruyeron con mármol ni hierro, sino con barro tibio, piedra que aún respiraba, y enredaderas que florecían como si recordaran su hogar. Algunos tejían muros con hojas cantoras que vibraban con el viento. Otros encerraban luciérnagas en cristales para alumbrar los pasillos durante la noche.
La gente volvió a cultivar no solo alimentos, sino saberes perdidos: curandería de montaña, hilado de bruma, carpintería de raíces. También recuperaron cantos antiguos que, durante generaciones, habían sido silenciados. Ahora se enseñaba a leer con hojas enormes de árboles sabios, cuyas nervaduras parecían guiar los ojos, y a escribir golpeando tambores que hablaban en ecos. Las plazas, antes vacías, se llenaron de relatos, juegos de memoria y palabras que sabían volver a casa.
Lichty y Kael no tenían títulos ni tronos de sangre, pero cuando aparecían, la gente hacía espacio. No mandaban, pero su sola presencia organizaba el día. Se decía que tomar té bajo los álamos de su jardín podía curar los pensamientos rotos.
Desde tierras lejanas, algunos viajaban durante semanas solo para ver a Naira. No pedían consejo ni milagros; bastaba mirarla para creer que el mundo, sí, podía volver a empezar.
Una mañana, Kael talló con su bastón nuevo —hecho de raíces del Bosque Cantor— una banca frente al altar de piedra, donde los abuelos se sentaban a contar historias. Cuando lo terminó, Lichty le sonrió.
—¿Lo hiciste para ellos?
—Lo hice para ella —respondió, señalando a Naira, que ya gateaba entre las flores—. Para que sepa que antes de ella, hubo quienes lucharon con lo poco que tenían.
—Y que ahora tienen paz —dijo Lichty, sentándose a su lado.
Un nuevo calendario fue colgado en el centro del pueblo. En lugar de nombres antiguos, llevaba símbolos vivos: la raíz, la gota, la estrella, el tambor roto, la niña que canta. Cada símbolo correspondía a una historia que ahora se contaba públicamente, sin temor ni censura.
El día 14 dejó de ser señalado como temido. Se celebraba como el Día del Umbral, con bailes, cantos, y narraciones de libertad. Las niñas nacidas ese día eran llamadas "hijas del despertar", y recibían en su primer año un colgante con forma de brote.
Lichty regaló uno especialmente tallado para Naira. En su interior, escondido, guardaba una partitura escrita en la Casona Olvidada, la primera canción que Lichty había sentido sin conocer su origen.
Arembó no se convirtió en un reino.
Ni en un centro de poder.
Sino en un lugar al que la gente llegaba. A aprender. A sanar. A recordar.
Llegaban madres con hijas que temían sus marcas. Llegaban hijos de exiliados que buscaban respuestas. Llegaban sabios errantes, emisarios del rey, y hasta animales extraños que parecían reconocer el aire sagrado que ahora emanaba del centro del pueblo.
Una vez, una anciana que venía del sur miró a Lichty con ojos de otro tiempo y le dijo:
—Aquí ya no hay tierra maldita… hay tierra sembrada.
Y Lichty supo que ese era el verdadero nombre de Arembó.
Esa noche, mientras Kael cantaba suave para dormir a Naira, Lichty salió al jardín. El cielo estaba claro, y una estrella fugaz cruzó sin ruido, como una semilla cayendo en el silencio.