El canto había cesado, pero su eco aún vivía suspendido en el aire, como un perfume antiguo que se resiste a marcharse. Sobre el cielo, flotaban hilos de colores imposibles —tonos que no tenían nombre en lengua humana—, danzando y entrelazándose como si tejieran, lentamente, los primeros bordes de una nueva era.
Lichty ya no era la niña perseguida, ni la fugitiva marcada para el sacrificio, ni la hechicera sin rumbo. Era otra. Caminaba ligera, como si la gravedad misma la respetara. A su lado, Kael —más sabio, más entero— sostenía una pequeña mochila de cuero azul, cargada no de armas ni hechizos, sino de pequeños recuerdos. Vigilaba a una niña de ojos dorados que trotaba delante, recogiendo hojas luminosas que susurraban secretos, preguntando cosas al viento que a veces le respondía en risas.
Ella era su hija. Naira. Y el mundo, aunque no lo supiera aún, giraba un poco más suave desde su nacimiento.
Habían atravesado bosques cuyas ramas murmuraban canciones al tocarlas, campos donde criaturas de piedra dormían con sus sueños intactos, y montañas que exhalaban niebla como suspiros antiguos. Pero esta vez no era fuga: era regreso. Iban al encuentro de algo que habían dejado atrás, algo viejo… pero ahora florecido con nueva luz.
Y en cada poblado que alguna vez cruzaron temiendo ser capturados, hoy se respiraba otra historia. Las puertas abiertas. Las voces alegres. El aire cargado de cosechas, tambores y libertad; donde antes hubo huida, ahora había hogar.
Volvieron a cruzar las montañas del sur, aquellas que una vez atravesaron con el corazón tenso y la mirada baja. Pero esta vez no había prisa ni temor. Los esperaba el reino de la gran ciudad de torres blancas y jardines colgantes, donde las nubes quedaban atrapadas en campanas de cristal y las fuentes susurraban leyendas a quienes se detenían a escucharlas. Y en lo alto de su palacio, entre terrazas suspendidas y columnas de obsidiana clara, los aguardaba Suari.
La guerra había sido devuelta al olvido. La ceniza ya no cubría los caminos. El viejo rey —sabio, cansado, y transformado— tejía paz con manos temblorosas, pero firmes. No era un gobernante nuevo, sino uno que había aprendido a mirar de nuevo. Pronto se casaría con un noble del País del Este, un diplomático venido desde la Ciudad de los Nueve Espejos, donde hasta los suspiros se reflejan en las paredes de agua.
La unión no era política: era una promesa. Una tregua largamente soñada. —Que los niños nazcan sin miedo —dijo una vez el rey, en voz baja, mientras firmaba el tratado—. Que las canciones puedan oírse en todos los idiomas, sin temblar.
Unos meses antes, desde las terrazas más altas del palacio, Suari y su padre fueron testigos de algo que ninguna crónica sabría explicar. Una aurora estalló sobre el cielo del sur, derramando formas imposibles y colores jamás pronunciados. En medio de la luz, una criatura alada —hermosa y transparente como un recuerdo del futuro— abrió su pecho hacia el firmamento y estallo como si de fuegos artifciales se tratara. El mundo contuvo el aliento.
El silencio se hizo tan profundo que se oyeron los latidos del propio reino.
—¿Qué es eso? —preguntó Suari, apenas un susurro. —Es ella… —respondió su padre, sin apartar la vista—. Ella ha regresado.
Y ambos lloraron. No de tristeza. Sino de liberación. Y de un gozo que no cabía en palabras.
Llegó el amanecer, y con él, el aire adquirió un brillo distinto, como si incluso la luz supiera que ese día traía algo sagrado. Las campanas de cristal comenzaron a repicar una a una, su sonido claro expandiéndose como ondas sobre los jardines y las torres recién restauradas.
Desde lo alto del torreón, el rey alzó la vista hacia el cielo teñido de oro tenue y dio una orden que no necesitaba alzar la voz para cumplirse:
—Llévenlos al castillo. Que se abran las puertas grandes.
Los guardias, vestidos con sus túnicas de gala—azul profundo y plata estelar—se alinearon en la escalinata principal, cuyo mármol aún olía a piedra nueva y a flores ceremoniales.
Suari, con el corazón acelerado, dejó atrás el vestíbulo del trono y bajó corriendo los peldaños recién tallados, las botas resonando con un eco alegre. El viento jugueteaba con su cabello mientras descendía por la pasarela que cruzaba el patio interior, ahora adornado con guirnaldas flotantes y llamas doradas que no ardían pero iluminaban.
Fue entonces que los vio.
Venía caminando con paso firme pero sereno: Lichty, vestida con lino claro que se movía como agua bajo la luz, el símbolo bordado en su hombro —una flor imposible, de seis pétalos entrelazados— brillaba como si respirara. Tenía los ojos en alto, sin temor, como quien por fin se sabe bienvenida.
Kael la seguía, caminando con esa calma suya que nunca fue pasividad, sino fortaleza contenida. Llevaba la pequeña mochila al hombro y una risa discreta en los labios, como quien ha esperado mucho para volver a reír así.
Y entre ellos, corriendo un poco más adelante, estaba Naira. La imagen viva del nuevo tiempo. Saltaba de piedra en piedra, descalza, con una flor en la mano —una flor blanca con un centro brillante, recogida del camino, o quizás entregada por el destino. Su risa tejía puentes invisibles entre los mundos. Su sola presencia hacía que incluso los muros quisieran inclinarse en reverencia.
Suari no dijo nada al verla. Solo corrió y la abrazó con toda la fuerza del pasado.
—Vi tu luz —dijo, sin necesidad de explicar más.
—Era para ti también —respondió Lichty.
Esa noche, mientras la ciudad dormía envuelta en luces suaves y aromas de jazmín lunar, los cuatro se sentaron bajo la bóveda silente de los jardines del palacio. Era una noche templada, con el murmullo de fuentes lejanas y luciérnagas encendiendo caminos invisibles entre las ramas altas.
No hablaron de política ni del día siguiente. Compartieron historias que solo ellos comprendían—relatos nacidos en cuevas subterráneas, en campamentos de exilio, en pasos fronterizos y noches estrelladas sobre llanuras sin nombre. Recordaron nombres que no aparecían en ningún mapa, nombres que habían sido borrados por la historia pero no por la memoria.