La edad de aquel verano

Prólogo

El pueblo parecía construido para resistir el paso de los años. Las casas, de un blanco impecable, siempre daban la impresión de acabar de ser restauradas, y las tejas de barro rojizo se alineaban unas sobre otras como jugando al escondite. En el aire flotaba un aroma inconfundible: a pan recién horneado, colada tendida al sol y leña crepitando en las chimeneas. Las campanas de la iglesia no solo marcaban las horas, sino que acompañaban la vida cotidiana como un hilo musical sereno, casi eterno.

En medio de ese escenario, tres niñas corrían convencidas de que todo cuanto las rodeaba sería para siempre.

La primera, Adela, iba siempre delante, descalza, con el pelo enmarañado y el arrojo intacto de quien cree que cada esquina guarda una aventura. La segunda, más prudente y callada, se llamaba Inés: llevaba consigo una libreta donde anotaba aquello que no podía decir en voz alta. La tercera era Martina, paciente y madura, la que siempre recordaba el camino de regreso cuando parecía que todo estaba perdido.

Eran inseparables. Nadie en el pueblo recordaba haberlas visto solas. Como una bandada de pequeñas golondrinas, aparecían en los prados al amanecer, se bañaban en el río al mediodía y regresaban riendo y tosiendo al caer la tarde.

Adela era una guerrera, mantenía a raya a cualquier abusón con los puños en alto, mientras Inés, aterrada, se tapaba los oídos y gritaba en el suelo. Entonces Martina intervenía, inventando un discurso solemne con el que convencía a los adultos de que nada de aquello podía ser cierto si ella, tan sensata, formaba parte del alboroto. Así, con ese equilibrio secreto, las tres niñas mantenían a flote una amistad luminosa.

Su escondite era un árbol hueco a las afueras, junto al sendero que conducía al molino. Allí guardaban sus tesoros: un tirachinas para emergencias, una libreta que ninguna se atrevería a leer sin permiso y una bata de médico que Martina había sacado a hurtadillas del armario de su madre, y que usaba como símbolo de autoridad cuando regañaba a las demás.

El verano que lo cambió todo comenzó como los anteriores: con promesas, carreras interminables bajo el sol y la certeza ingenua de que nada podía romper aquella eternidad. Nadie sospechaba que, tras la calma inmutable del pueblo, se ocultaba un secreto capaz de marcar la vida de las tres para siempre.




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