La edad de aquel verano

La cinta roja

El bosque al norte del pueblo siempre estaba envuelto en una atmósfera distinta, como si respirara por sí mismo. Las ramas de los robles se entrelazaban tan arriba que apenas dejaban pasar la luz, y el suelo siempre estaba cubierto de hojas que crujían más que en cualquier otro lugar. A los niños se les prohibía adentrarse demasiado, pero para Inés, Martina y, sobre todo, para Adela, aquella prohibición era más una invitación irresistible a llevar la contraria.

Ese día corrían entusiasmadas detrás de un cervatillo que se movía con torpeza, probablemente buscando a su madre. Lo siguieron riendo y saltando sobre las hojas secas hasta que el animal desapareció entre los árboles, dejándolas perplejas frente a la entrada de una enorme cueva de aspecto siniestro.

-Mirad, ¡seguro que hay murciélagos! -dijo Adela frotándose las manos.

Martina se inclinó, temblando entre la curiosidad y el miedo. El aire que salía de allí era frío, denso, y dejaba en el paladar una sensación metálica.

-A lo mejor es un túnel que lleva a otra parte -murmuró.

Inés, que se asustaba fácilmente, creyó ver el movimiento de una silueta en la oscuridad. Retrocedió unos pasos sin apartar la vista y, señalando con el dedo tembloroso, avisó a sus amigas:

-¡Es peligroso, hay alguien ahí!

Pero Adela, con la mirada encendida, apenas la escuchaba.

-¿Y si es la entrada a otro mundo?

Ninguna respondió. Inés echó a correr negando con la cabeza, sin atreverse a mirar atrás. Martina, que estaba entre las dos, tiró de Adela para que regresara con ellas antes de seguir el consejo de su amiga.

Frustrada por lo que consideraba cobardía, Adela permaneció un segundo más contemplando con los ojos brillantes aquella posible aventura. Después las siguió, aunque algo molesta. A mitad de camino dejó una rama marcada con la cinta roja que llevaba en el pelo, para no olvidar el recorrido.

Mientras volvían bosque a través, ninguna pronunció palabra. Alrededor, todo estaba en silencio, como si acompañara el desacuerdo que se fraguaba entre ellas. Al fondo, el rumor del río se volvía más grave, como un murmullo lejano. Unos metros antes de salir de la vegetación, el chasquido de una rama las hizo detenerse. Después, una figura retrocedió rápidamente y se ocultó entre los árboles.

-Será el ciervo -dijo Adela, restando importancia.

-Te he dicho que vi a alguien en la cueva. Seguro que es el mismo -replicó Inés.

-Bah, siempre te asustas por todo.

Inés se detuvo en seco y le dedicó una mirada de desaprobación. Martina se limitó a rodearlas con los brazos, animándolas a continuar sin discutir.

Ya en el camino de regreso a sus casas, se despidieron con la certeza de que el enfado no duraría mucho.

Lo que no sabían todavía era que aquella no era una simple cueva, ni un túnel, sino una puerta. Una puerta sin retorno. Y que una de ellas, más pronto de lo que imaginaban, se atrevería a cruzarla.




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