La edad de aquel verano

Las chicas no lloran

Adela siempre odió ser rubia y la fragilidad que la gente solía atribuir a las niñas bonitas. Por eso, siempre estaba dispuesta a demostrar su fortaleza, corriendo por ahí sin zapatos, imaginando que era una guerrera capaz de emprender cualquier viaje y luchar contra criaturas temibles.

En realidad, esas criaturas eran Borja y sus amigotes, que en el patio se dedicaban a amedrentar a Inés, poniéndole la zancadilla o tirándole los libros de un manotazo. Entonces Adela lanzaba una patada voladora y se liaba a puñetazos. Los niños salían corriendo, llamándola "marimacho" entre risas, a cambio ella usaba "cucarachos, amebas o cavernícolas" para referirse a ellos. Pero Adela sabía que, en el fondo, se sentían atraídos por ella, y eso le provocaba un profundo asco. Odiaba a los chicos con toda su alma. Odiaba que le exigieran feminidad y complacencia, que esperaran de ella que les riera las gracias que no tenían, y todo ese entramado que sus padres llamaban machismo desde que tenía uso de razón. No lo odiaba porque lo hubiera escuchado, sino porque sentía por ella misma todo lo que eso significaba.

De lo que no estaba tan segura era de si realmente era esa aventurera que aparentaba ser o si, en realidad, quería dar una imagen dura y autosuficiente para compensar todo lo que detestaba del mundo. Si el hecho de entrar en una cueva era realmente algo que le fascinara, o si solo era su forma de decir: "Miradme, soy una superniña dispuesta a todo". Por eso se sentía contrariada cuando sus amigas no le seguían el ritmo. Se sentía una farsante y algo dictadora. No disfrutaba siendo así con ellas porque las quería más que a nada en el mundo, lo tenía claro. Pero eso no le sirvió para no enfadarse terriblemente la tarde en que les pidió volver a la cueva.

-Vamos al bosque- rogó, con las manos en posición de rezo.

Martina se excusó:
-Debo volver a casa más temprano. Mis abuelos vienen de visita.

Adela dirigió una mirada a Inés, esperando que ella siguiera siendo una opción.

-No deberíamos volver allí. Dijimos que era peligroso- contestó Inés, sin levantar la mirada de su libreta.

-¡No, eso lo dijiste solo tú! ¿Verdad, Martina?

Martina se encogió de hombros. En realidad, estaba más de acuerdo con Inés.

Adela frunció el ceño, herida:
-Siempre estáis inventando excusas. ¿Es que siempre vamos a ser tres niñitas lloronas?

El silencio cayó entre ellas como una piedra. Ninguna quiso ceder. Eso enfadó aún más a Adela, que se alejó corriendo por la pradera con un nudo en la garganta. Sus amigas no la siguieron; se quedaron sentadas sobre el tronco hueco, entre enfadadas y aliviadas.

Horas después, cuando el sol empezó a ocultarse, Martina murmuró:
-¿Y si se ha ido sola hasta la cueva?

Inés, aún con la nariz escondida en la libreta, contestó:
-¿Ahora te vas a preocupar? Yo, al menos, he sido sincera. Tú te inventaste lo de tus abuelos para no ir.

Martina, en vez de enfadarse, comprendió que tenía razón. Le tendió la mano a Inés con el rostro desencajado. No necesitaron decir nada más; ambas supieron qué hacer a continuación.

Cuando la madre de Adela vio a las amigas de su hija con aquella expresión de terror, supuso que algo había sucedido:
-¿Adela no está con vosotras?

Las dos niñas negaron con la cabeza a la vez, sin pronunciar palabra.




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