La edad de aquel verano

La pequeña Inés

Inés consiguió contener el llanto y decidió que era hora de volver a casa. Al intentar levantarse, tropezó con algo: el tirachinas de Adela. Quizá Martina lo había tirado al suelo, movida por la desesperación. Lo recogió con manos temblorosas y supo de inmediato lo que debía hacer.

Cuando le confesó a su padre lo sucedido en la cueva y le entregó el objeto, vio cómo la expresión de él se endurecía. Sentada en la sala de espera, observó a través del cristal cómo hablaba con el comisario de policía. Esa nueva información bastó para organizar la batida esa misma tarde.

Al volver de comisaría , desde la ventana, Inés alcanzó a ver a Martina asomarse entre las cortinas de su casa, las cerró con brusquedad al reconocerla. Entonces entendió que seguía enfadada y que no buscarían a Adela juntas.

Siempre se había sentido débil y ridícula. Aunque quería mucho a sus amigas, al lado de ellas se veía pequeña, incapaz de defenderse como Adela o de tomar decisiones como Martina. Todo debía consultarlo con sus padres, que nunca dejaban de tratarla como una niña. Era la menor del grupo, la más bajita, la menos agraciada. Se veía a sí misma como una especie de madre mandona a la que nadie escuchaba. Sentía que no había intentado proteger a Adela por madurez, sino porque repetía, como un loro, las advertencias temerosas de sus padres.

Quizá, pensó con rabia, si hubiera corrido detrás de Adela cuando esta huyó enfadada, habría demostrado verdadera preocupación, en lugar de limitarse a sermonearla como si fuera una copia barata de sus progenitores.

No le sorprendió, entonces, que esa tarde sus padres prefirieran dejarla en casa, incapaces de confiar en su valentía. Se tumbó en la cama, hundió la cara en la almohada y odió al mundo entero, pero sobre todo a sí misma.

Mientras tanto, el pueblo se movilizó. Buscaron en el río, en los prados, en los establos. Con antorchas ardiendo, avanzaron entre los árboles hasta encontrar la cinta roja caída sobre la tierra húmeda como un corazón marchito. Unos metros más allá, dos policías se adentraron en la cueva. El silencio se hizo tan denso que todos contuvieron la respiración.

De pronto, un grito retumbó desde el interior:
-¡Aquí! ¡Es aquí!

Martina se aferró a su madre, escondiendo el rostro en el pliegue de su anorak, rogando en silencio que su amiga estuviera viva. Los padres de Inés se miraron, pálidos, mientras la madre de Adela forcejeaba en la entrada con los agentes que intentaban detenerla.




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