La elegida del príncipe del averno

Capítulo 4

Se me revolvía el estómago. Las emociones enredadas me golpeaban sin nombre. La única solución que encontré fue huir hacia Amy, que seguía haciendo inventario como si nada estuviera ocurriendo.

—Oye, ¿ahora qué es lo que haces? —preguntó ella, y deteniendo su conteo, se colocó el bolígrafo entre el cabello, apoyando el portapapeles sobre su abdomen—. La venta siempre es baja a estas horas —miró el reloj de la pared—, pero ya sabes que tenemos que quedarnos hasta el final, por si acaso entra alguien.

—Es que…—titubeé.

Quise contarle. Lo juro, estaba convencida. Pero ¿cómo se dice eso en voz alta sin parecer demente? ¿Cómo explicarle que un tipo que solo yo podía ver me estaba acosando desde la noche anterior?

Y entonces, justo como si realmente lo hubiera gritado y quisiera burlarse de mí, lo vi aparecer tras el marco de la puerta, con esa mirada que perforaba la piel. Mi respiración se detuvo por un segundo.

— ¿Te sientes bien? —preguntó Amy—. Estás algo pálida, y te veo muy cansada.

No llegué a responder. Una caja se cayó al lado de la puerta con un estrépito. Vasos plásticos rodaron por el suelo.

Él la había empujado. No lo vi hacerlo, pero lo supe.

No estaba segura si su intención era solo seguir hostigando, dejándome en ridículo, o si ahora también quería involucrar a Amy en su juego. Aunque ella, ajena a todo, solamente resopló y se acuclilló para recogerlos, apoyando la caja en sus piernas.

—¿Tú... viste eso? —le pregunté, con el corazón en un hilo.

Ella me miró con menos paciencia, como si le estuviera tomando el pelo.

—Pues claro. ¿Qué te pasa? —volvió a concentrarse en recoger los objetos.

Miré al hombre otra vez. Sonreía el maldito. Me sentí inquieta. Amy terminó de acomodar las cosas y dejó la caja en el estante, sacudiéndose las manos.

—Mel, ¿segura que no quieres irte? En serio, la jefa no diría nada. Puedo cubrirte. No le digo nada si no quieres.

—No, no —me apresuré—. Solo venía a decirte algo, pero se me fue la idea con el susto de la caja.

Él rodó los ojos y se marchó de nuevo al mostrador. Quise quedarme con Amy, aferrarme a esa normalidad, pero el deber me arrastró de vuelta. Tomé una retazo de tela del cajón y comencé a limpiar las mesas como excusa para no mirarlo. Pero él me seguía. Hice un esfuerzo por hacerme la desentendida.

Cada mesa que limpiaba, él la invadía. Si yo iba hacia otra, repetía sus acciones, parecía estar disfrutando su juego.

Después de un rato me comenzó a impacientar, cambié de mesa y cuando me di la vuelta, ahí estaba, a centímetros de mí, por obvias razones me estremecí y eso causó que se riera. A pesar de eso, me aparté hacia otra mesa, con evidente hartazgo. El ciclo iba a repetirse, volvió a sentarse donde yo limpiaba.

—¿Quieres, por favor —me detuve, cerrando los ojos— dejar de hacer eso?

—¿El qué?

—Esto —señalé con la franela en la mano—. Molestarme, seguirme —llevé mis dedos al puente de la nariz—. Dime de una vez, y sé sincero. ¿Qué es lo que eres y qué buscas haciendo todo esto?

—¿Sigues con esa tonta idea de que soy una alucinación? —tomó suavemente mi muñeca y la acercó hasta su brazo—. Siente, soy tan real como tú.

Lo aparté de un tirón. ¿Cómo se atrevía a estarme toqueteando así?

—¿Qué eres?

—¿Quieres que te lo demuestre? —asentí. Sentía angustia y desconfianza. Me ordenó cerrar los ojos y así lo hice, sin pensarlo más. Mi corazón se contraía con fuerza—. No quiero que te muevas, ¿de acuerdo?

—Sí, está bien.

Obedecí, a pesar del pánico.

No sabía qué estaba haciendo, pero se estaba tardando y eso me inquietaba de sobremanera.
—¿Siguen cerrados? —preguntó.
—Sí.
Un murmullo, cálido, en mi oído.
—Ábrelos —dijo, rozando mi oreja.

Lo hice. Estaba del otro lado del local, relajado, cruzado de piernas.
Pasó un corrientazo por mi cuerpo al sentir la calidez de su aliento. La sorpresa me invadió rápidamente. Si hace un segundo él estaba…

—¿Ya me crees cuando te digo que soy un demonio? —sí, aún estaba en mi oído.

Mis sentidos se rompían, se habían vuelto en mi contra.

¿Cómo podía escucharle a mi lado si mis ojos me mostraban que estaba a metros de distancia? Dejé que las palabras hicieran eco, permanecí inmóvil. Un recuerdo nublado, como un lapsus, pasó por mi mente.

Esa frase la había escuchado antes. No era nueva, la había dicho antes, cuando el alcohol poseía el control de mi cuerpo.

—Un demonio —repetí apenas con la mirada perdida hacia el vacío y la garganta estrangulada. Él asintió, sereno— ¿Y qué es lo que haces aquí?

—Tengo una tarea —respondió—. Vine por un alma, para ser más específicos.

El mundo se detuvo aún más. Ni siquiera podía imaginar qué respuesta dar. ¿Cómo se responde a eso? Todo me dejaba sin palabras. Ya no tenía el alcohol como excusa, los eventos que se desarrollaban delante de mí desmoronaban brutalmente mi claridad.

Ya no podía aferrarme a ninguna explicación lógica.

—¿No quieres saber de quién se trata? —preguntó, como si de verdad no lo supiera ya.

De pronto, la pregunta me terminó de golpear, mi corazón dio un vuelco. Claro que yo ya sabía cuál era la respuesta. Pero escucharlo…

—¿Te refieres… a mí?

—Exactamente.

Una palabra. Eso fue suficiente para que el calor me abandonara, juraría que mi presión iba descendiendo en picada y que mis manos estaban temblando levemente. Era un frío interno que nacía desde mi estómago y se esparcía hasta mi médula.

Y en ese instante, Amy salió del almacén y me encontró plantada en medio del lugar, claro está, sola, y mirando a la nada, como si de pronto hubiese olvidado por completo el propósito de existir. Dejó su tablero en el mostrador y se acercó con rapidez.

—Mel —colocó su mano en mi frente con suavidad, después tomó mis manos entre las suyas—. Estás helada y pálida, ¿qué te pasa? —preguntó en tanto seguía inspeccionando—. No. Tú no estás bien.




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