La Élite

Alucinaciones

Año 158. 25° luna de Tredje. 700 horas.

Isla de Hope; Prisión Continental para S.P.A.

Nivel 27, habitación 209.

Neutral White.

El invariable techo blanco se alza sobre mi con burda rigidez. Absorbente, abstracto, absurdo. Conglomerado infinito de átomos que mantienen íntegra la impoluta superficie. Estándar, estático. Con ínfima presencia de relieve, apenas visible. Imaginario.

Es un abismo blanco que me ahoga, me succiona, me atrapa. Es una red fibrosa y pegajosa que me sujeta firmemente y me impide apartar la mirada. Es simplemente nada, y todo. En esta innecesaria perdición está el propio origen de la vida, la escala del cosmos, la esencia del universo mismo. Todo alrededor de este techo blanco. 

Es increíble que apenas con una reacomodo de átomos y masas, este techo podría estar vivo. Podría ser yo mismo, incluso, viéndome también desde el techo, viendo mi cuerpo, sabiendo que siempre he sido uno. ¿Este es el motivo de la vida? ¿Es ser parte de algo que nos conforma a nosotros mismos y a todas las cosas? ¿Es, acaso, la lección que hay que aprender?

Observo el techo acostado en la cama. Mientras mi cuello comienza a entumecerse sigo penetrando en esa masa de mineral y metal. No, no lo es. No es la lección que hay que aprender, no es el todo, y tampoco es nada. Es un techo, simplemente, un pedazo de roca que alguien más extrajo y dio forma, un ser vivo y pensante que lo puso justo aquí, sobre mi. 

Me incorporo de la cama y me siento a la orilla de esta, poniendo mis pies contra el suelo y sujetando la base con mis manos. El contacto del piso frío contra mis pies logra regresarme al presente, a la celda blanca que me rodea. Siento un ligero hormigueo en mis brazos, así que suspendo la tensión que ejercía recargando mi peso en ellos. Me encorvo al momento en el que retiro las manos de la base y simplemente observo mis manos pálidas, blancas, pulidas. Tan traslúcidas que puedo observar mis venas recorriendo cada milímetro de piel, atravesando las capas de dermis y dejando ver el tono azulado que las caracteriza. Aunque sé que mi piel no deja pasar esos colores, yo puedo notar los traslúcida que es, la trasparencia que existe en mi cuerpo como si lo blanco de mi piel se perdiera en la habitación. 

Puedo apreciar, de igual modo, un ligero temblor en mis manos, como un pequeño frenesí, imparable, casi imperceptible. Le doy vuelta a mis manos para apreciar el dorso y, en él, se encuentran colores de diversos tonos: rojos y morados en los nudillos, con ligeras manchas amarillas y verdes, producto de los golpes a la pared, mi estímulo externo. Puedo notar la deformación que los golpes han ocasionado en ellos: una ligera separación de las falanges proximales y los metacarpianos, y el abultamiento en los nudillos del dedo medio, anular e índice.

La piel expuesta, de color rosado y rojizo, sangra ligeramente de las orillas, con pequeños pedazos de carne desprendida a la vista, secos y amarillentos. Tomo los pellejos de mi dorso izquierdo con la mano derecha y los arranco, sintiendo apenas un pellizco y después, nada. Hago lo mismo con el otro dorso, mientras una delgada y fina línea de sangre se desliza por mi muñeca, goteando al piso y manchándolo. 

Cuando bajo la vista a las gotas dispersas en el suelo, puedo ver mi reflejo en ellas. El reflejo rojizo de una persona blanca. Me levanto de la cama con tranquilidad y parsimonia, evitándome un mareo ante la falta de hierro y una buena actividad física. Camino veinte minutos por la habitación, de esquina a esquina, empezando por la esquina superior derecha, con respecto a la puerta. Trato de estirar mis brazos y mis músculos en general para no sentir mi cuerpo adormecido y, cada vez que paso frente a esa pared, puedo observar las pequeñas grietas en la pintura y el color de las manchas de sangre seca que no pude terminar de limpiar ayer. Sigo caminando, enfocándome en el suelo contra mis pies, en el movimiento de la tela contra mi piel, en cualquier sensación que pueda sentir.  

Finalmente, 1200 segundos exactos después, me detengo. Respiro profundamente y me dirijo al pequeño dispensador de agua que está en la esquina izquierda de la base de la cama, hincándome frente a él. Tomo el retazo de la sábana que arranqué en los primeros días del encierro y humedezco una parte, con la cantidad mínima que es surtida por día, exprimiendo el exceso. Me levanto y comienzo a frotar la tela mojada contra las manchas en la pared, rehidratando y diluyendo la sangre, tratando de limpiar el color amarillento que se adhiere a la pared.

La fricción que se produce calienta la tela, y lo siento en la yema de los dedos. Este procedimiento poco a poco va limpiando las manchas, ensuciando ahora la tela. Cada vez que la humedad se evapora por el calor de la fricción, mojo la tela y continuo el trabajo, de forma  apresurada, calentando mis dedos y quemándolos contra la pared, rozando con adherirse a la tela. Intento concentrarme sólo en el trabajo de limpieza, evitando que mis pensamientos me alejen de la realidad y pierda la valiosa sensación del calor en mis dedos, del olor a hierro, del color rojo, de la sensación del agua y la tela. 

Cuando he acabado y me recuesto contra la pared contraria, apreciando la cama y el espacio que he limpiado, mis ojos se esfuerzan por ver manchas amarillas y puntos negros a lo largo del muro, negándose al presente blanco que tanto me atormenta dentro del encierro. ¿Por qué, de todos los colores que existen, tenía que ser blanca?

Mi mente, como siempre, comienza a jugar con mi percepción de la realidad, del espacio, del tiempo, de lo que sucede fuera de la celda y no puedo ver. Como si los juegos imaginarios y las alucinaciones pudieran contrarrestar el martirio subjetivo al que estoy atado.

El recuadro sobre el elevador marca la bajada constante desde el nivel 1 hasta el nivel 27, señalando el cambio de piso con un ligero destello de luz. Puedo sentir las vibraciones apenas perceptibles que el mecanismo del elevador produce en el suelo. Cuando finalmente marca este nivel, el último, las puertas lejanas del transporte se abren y permiten la salida de un hombre vestido con traje y zapatos blancos, quien camina con elegancia por el pasillo. Los guardias lo saludan con respeto, después de todo el líder de estas alucinaciones es el único que ostenta el poder suficiente para sacarme de este lugar: Frederick van Rusbell, el sabio de Ilustración. 




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