Elvara avanzaba con cautela, pero sus sentidos estaban al borde del colapso. El aire se sentía más denso, y su respiración, contenida por el nerviosismo, se entrecortaba. Entonces de la nada, casi de improviso, algo ocurrió: una puerta se abrió frente a ella con un silbido bajo y un sonido metálico que retumbó en el espacio. Las placas de metal se deslizaron hacia los lados como si fueran controladas por una fuerza invisible.
Elvara retrocedió instintivamente, llevándose una mano al pecho mientras su otra mano se aferraba a la empuñadura de su espada, mientras la levantaba en signo de ataque. Sin embargo, bajo el arma, al percatarse de no habia peligro alguno.
“¿Qué tipo de hechicería es esta?” Penso, sus ojos clavados en el marco de la puerta.
El espacio más allá estaba parcialmente iluminado, pero había algo inquietante en la forma en que las luces parpadeaban intermitentemente. El umbral parecía un portal a otro mundo, y cada fibra de su ser le gritaba que se diera la vuelta. Pero algo más, quizás la voz de su padre resonando en su memoria, la empujó a seguir adelante.
Al cruzar, sintió un leve cambio en la presión del aire, como si el lugar tuviera vida propia. Y entonces los vio: eran cuerpos diseminados.
Eran figuras altas y robustas, envueltas en armaduras que brillaban tenuemente bajo la luz parpadeante. Muchas de ellas, estaban caídas en posiciones antinaturales, algunas contra las paredes, otras derrumbadas sobre los paneles de control que se encontraban en la sala.
Elvara se acercó a uno de ellos con cautela, la estudio. La armadura era azul oscura como las noches del plenilunio, adornada con intrincados grabados que parecían fluir como un río helado. Líneas de un azul lumínico recorrían las placas, pulsando débilmente como si algo dentro aún estuviera vivo.
Sus ojos se posaron en los detalles: espinas metálicas emergían de los hombros, como si fueran símbolos de autoridad o guerra, y el casco, cerrado herméticamente, tenía una forma intimidante, con picos que recordaban las coronas de los Altos Elfae. Había grietas y quemaduras en las placas, señales de una batalla reciente, pero la figura seguía imponente incluso en la muerte.
Se inclinó, notando que la espada que la figura sostenía aún brillaba con un tenue resplandor azulado, como si las llamas que la cubrían no se extinguieran del todo. Era un arma que parecía haber sido forjada con un propósito más allá de la guerra, un símbolo de poder absoluto.
Elvara se apartó, sintiendo un escalofrío recorrer su espalda. Había algo solemne y aterrador en estos seres. Sus armaduras no eran simples protecciones; parecían exoesqueletos diseñados para hacerlos más que humanos, como si hubieran nacido para la guerra misma.
El camino la llevó a más figuras, todas iguales en porte pero diferentes en la forma en que la muerte las había reclamado. Unos estaban cercenados por la mitad, sus armaduras deformadas por el calor de explosiones intensas. Otros tenían perforaciones en el pecho, como si armas desconocidas hubieran atravesado incluso aquel metal indestructible.
Pasó junto a lo que parecía ser una sala de mando, y ahí notó algo que la detuvo en seco: una figura, aún sentada en un trono metálico, con una mano aferrada al reposabrazos. A pesar de estar inmóvil, su presencia era abrumadora. Su armadura era más ornamentada que las demás, con grabados que parecían relatar historias, aunque para Elvara eran meros garabatos.
El casco tenía una forma diferente, más angular, y los ojos brillaban tenuemente con un resplandor azul. Era como si este individuo hubiera sido algo más, quizás un líder o un comandante, y su sola postura irradiaba autoridad incluso en la muerte.
“¿Quiénes son?” pensó Elvara, mientras su mano se deslizaba inconscientemente por la superficie del trono. El metal era frío al tacto, pero sentía una vibración sutil, como si aún resonaran las órdenes dadas en otro tiempo.
El sonido de un chisporroteo cercano la sacó de su trance. Giró rápidamente y vio que las luces de la sala empezaron a fluctuar de manera más intensa. El ambiente parecía cambiar, como si la nave misma reaccionara a su presencia.
Elvara continuó, avanzando por un pasillo estrecho donde más cuerpos estaban esparcidos. En un rincón, notó un casco retirado, y debajo de él, algo que la dejó sin aliento: un rostro.
Era pálido, casi translúcido, con líneas marcadas y una expresión rígida. Los ojos, aunque cerrados, le daban la impresión de haber visto más allá de lo que su mente podía concebir. El cabello era corto, de un tono grisáceo, y la mandíbula cuadrada le daba un aspecto imponente.
“¿Es esto… un ser del cielo?” pensó, recordando las palabras de su padre.
Se agachó junto al casco, examinándolo. Era pesado, más de lo que parecía, y su interior estaba lleno de mecanismos que no entendía. A su lado, una placa metálica descansaba sobre el suelo, con símbolos grabados que para ella no tenían sentido, pero que parecían ser un nombre o una insignia.
“Sea lo que sea esto… no es magia.” Penso, aunque una parte de ella comenzaba a dudar.
La sensación de ser observada volvió, esta vez más intensa. Alzó la vista, mirando a los recovecos oscuros del techo, pero no vio movimiento alguno. Sin embargo, sabía que algo estaba ahí, algo que la nave escondía en sus entrañas.
“Esto no ha terminado.” Pensó, mientras se adentraba aún más en el corazón de aquel coloso alado, cada paso llevándola más cerca de algo desconocido.