Capítulo 1: La Emperatriz Virgen
Casa Valtier– Ciudad Eterna, Segunda Capital del Imperio.
—¿No es pecado, madre?
Bella apretaba su crucifijo mientras hablaba. Sus ojos grises temblaban, igual que sus labios.
—¿Entregarme a un hombre... cuando he sido consagrada para los votos?
La madre superiora la observó con seriedad. Su hábito negro y blanco parecía aún más severo bajo la luz del vitral que teñía la sala con tonos escarlata y dorados.
—No es pecado obedecer, hija. Es tu deber.
—¿Y Dios?
—El emperador es nuestro Dios en la Tierra —respondió la superiora sin titubeos—. Honrarlo a él es honrar a nuestra Iglesia.
Bella bajó la mirada, sintiendo el frío de la piedra bajo sus pies descalzos.
—Él te ha elegido —añadió la mujer, suavizando el tono—. No somos nadie para cuestionar los designios de la corona.
—Pero yo no lo amo.
—El amor no es la raíz del deber. Recuerda escribir y enviarnos los sustentos. La iglesia tiene muchas necesidades… y tú ahora tienes acceso a todo.
Bella no respondió. Se limitó a besar el borde de su crucifijo.
Esa noche abandonó el convento donde había crecido. Su destino no era el velo... era la corona.
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Luminis – Capital Imperial
El cielo estaba cubierto de una niebla espesa que ahogaba las torres y palacios.
En lo alto del Palacio Solar, el emperador Valerian bebía vino mientras observaba el patio.
Sus dedos manchados de tinta y anillos giraban con ansiedad el pomo de su copa dorada.
—¿Y dices que es pura?
El duque Armand asintió con una leve inclinación.
—Una flor intacta. Nacida en Valerius, educada entre monjas. Silenciosa, obediente, y… hermosa.
El emperador ladeó la cabeza, curioso.
—¿Tú la has visto?
—Por supuesto. Es mi sobrina.
Valerian sonrió de lado.
—No me pareces el tipo de tío protector.
—No lo soy. Pero sé lo que el imperio necesita. Y lo que vos deseáis, Majestad.
El emperador se puso de pie. Caminó lentamente hasta el ventanal. Su capa roja lo envolvía como un manto de sangre.
—Mis esposas han muerto sin darme un hijo… ¿y esta niña me dará uno?
—Lo hará. Lo firmo con mi honor.
Valerian se volvió hacia él. Sus ojos apagados se encendieron brevemente.
—Hazla venir.
El emperador se volvió hacia el duque con cierta impaciencia.
—Hazla venir. Quiero verla antes de tocarla.
No pasó mucho antes de que las puertas del salón privado se abrieran. Bella entró escoltada por dos doncellas. Su andar era firme, aunque cada paso le pesaba como si pisara plomo. El velo que cubría su rostro era de lino blanco, bordado en hilo de plata.
Valerian no dijo nada al principio. Solo la observó. Desde su asiento dorado, como si inspeccionara una escultura traída de tierras lejanas. Sus ojos eran oscuros, de un gris enfermizo que no parpadeaba. Estaba en silencio, pero la tensión se podía cortar con una daga.
—Acércate —ordenó al fin.
Bella obedeció. Se detuvo a dos pasos de él, las manos cruzadas sobre el vientre. La luz de las antorchas le dibujaba sombras en la túnica de lino.
Valerian extendió la mano y con lentitud, casi con ceremonia, levantó el velo.
Primero le vio la frente, después los ojos… luego los labios.
Bella tenía un rostro sereno, de belleza quieta. Su piel era clara como la leche, sin mácula. Las cejas finas, los ojos grises como agua de río, encuadrados por largas pestañas negras. La boca era pequeña, pero firme, y el mentón levemente alzado le daba un aire de dignidad contenida.
—Interesante… —murmuró el emperador.
Su mano subió a su cabeza. Con un solo tirón suave, soltó las cintas del recogido. El cabello de Bella cayó como una cascada de cobre oscuro, largo, espeso, brillante.
—Hermosa. Realmente hermosa.
Sus dedos recorrieron lentamente su rostro, sin pedir permiso. Luego bajaron por el cuello, deteniéndose justo en la clavícula. Bella no se movió, aunque apretaba la mandíbula.
—Caderas anchas. Bien —comentó mientras le daba una vuelta lenta a su alrededor como si inspeccionara un caballo de cría—. No morirás en el parto, como las otras. Estás hecha para parir imperios.
Sus dedos llegaron al borde de su cintura. Los ojos del emperador bajaron a los pechos de Bella, apenas ocultos por la túnica ligera.
—Senos firmes. No tendrás problema para amamantar. Te verás bien con un niño en brazos.
El duque Armand se mantenía en silencio, ligeramente detrás, con una sonrisa apenas dibujada.
—¿Sabes por qué estás aquí? —preguntó Valerian en voz baja.
—Para servir, Majestad —respondió Bella, sin titubeo.
El emperador soltó una carcajada ronca, seca.
—Buena respuesta.
Se volvió hacia el duque y alzó una mano.
—Tráiganle al médico. Quiero… confirmar el valor de mi joya.
Los ojos de Bella se agrandaron, pero no dijo nada.
Solo repitió en su mente:
“Señor… si esta es tu voluntad, que no me rompa por dentro.”
Antes que pudiera seguro su conversación con Dios, fue conducida a una cámara baja, con muros de piedra húmeda y antorchas vacilantes. Dos doncellas la desnudaron sin mirarla a los ojos.
—Debemos… debemos asegurarnos, mi señora —murmuró una.
El médico de la corte entró. No habló. No pidió permiso.
Bella sintió la humillación como fuego en la piel. Se tumbó en la mesa de mármol, rígida, apretando su crucifijo con tanta fuerza que sus nudillos se pusieron blancos.
El examen fue breve, frío… brutal. Como si no fuera humana.
—Confirmado —anunció el médico al salir—. Intacta.
El duque Armand sonrió al oírlo.
El emperador soltó una carcajada al recibir la noticia.
—¡Perfecto! ¡Una joya sin estrenar! El pueblo adorará esta pureza. Y yo… más aún.
Bella no dijo nada. Solo se vistió con lentitud, sintiéndose vacía.
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Más tarde, en la Cámara Imperial
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Editado: 21.06.2025