La emperatriz virgen

2.

Capítulo 2 — El juicio del príncipe

Palacio Imperial – Amanecer

Bella despertó sola en una cama que parecía hecha para gigantes. Las sábanas de seda le resultaban frías, impersonales. El dosel dorado, los cojines perfumados, las bandejas rebosantes de fruta, quesos y pasteles... todo era un insulto. Una jaula disfrazada de lujo.

La soledad dolía. Pero más dolía seguir intacta.

El emperador no la había tocado. No por misericordia, sino por urgencia.

Recordaba su aliento agrio, las manos ansiosas, el roce de su piel antes de que los golpes en la puerta lo separaran de ella.

—Gracias, Señor... —susurró mientras se sentaba en el borde de la cama, aún con la túnica blanca de la noche nupcial.

Se arrodilló en el suelo, ignorando el mármol helado. Apretó el crucifijo contra su pecho.

Oró.

No por el alma de Valerian.

Sino por el futuro. Por el imperio. Por sí misma.

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Camino a la frontera – Dos días antes

La frontera entre Drakkar y Luminis era una tierra de ceniza, bosques y viejas cicatrices. Los locales la llamaban Helmgard, el paso de los muertos.

El convoy imperial avanzaba lentamente por el desfiladero de Karvain, rumbo a las colinas invadidas por un muchacho vikingo llamado Eirik.

El joven tenía apenas catorce años, pero ya comandaba tropas y asaltaba puestos imperiales. Su victoria más reciente había sido tomar Dur Halsk, un antiguo enclave comercial que ahora ardía bajo sus pendones.

Pero no era esa amenaza lo que detuvo el convoy.

Fue la traición.

Los soldados imperiales, sorprendidos por un ataque desde las rocas, fueron aniquilados sin piedad. Flechas negras, espadas silenciosas, fuego en las carretas.

Solo el Duque Armand quedó en pie.

Se arrodilló junto al emperador Valerian, que agonizaba con una lanza atravesándole el costado.

—Armand... —balbuceó el emperador, jadeando sangre—. Nos... traicionaron...

—No, Majestad. Yo os traicioné.

El emperador parpadeó, confundido.

Armand se acercó, como un hijo piadoso. Le sostuvo la cabeza... y con la otra mano hundió un puñal en su pecho.

—El imperio... es mío ahora.

El emperador expiró sin gloria. Solo el viento fue testigo.

Uno de los mercenarios descendió de su caballo.

—¿Y ahora, alteza?

Armand limpió su hoja y sonrió.

—Ahora vamos por el niño vikingo.

Campamento vikingo – Dur Halsk

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Las fogatas aún ardían cuando el Duque llegó a la empalizada de Dur Halsk. El estandarte drakkar ondeaba sobre las ruinas.

—¡No disparéis! —gritó uno de los exploradores nórdicos.

Desde lo alto, el joven Eirik asomó su rostro juvenil, enmarcado por el pelo rubio y los tatuajes en la frente.

—¡Es el duque Armand! ¡Nuestro aliado! ¡Dejadlo pasar!

Las puertas se abrieron.

Armand entró solo, sin escolta, montando un caballo oscuro. Los vikingos lo recibieron con respeto.

Eirik lo saludó con una sonrisa.

—¿El emperador aceptó el trato? ¿Dur Halsk será mía?

Armand desmontó, caminó hasta la tienda de mando y tomó asiento. Aceptó la copa de vino que le ofrecieron.

—Está hecho —dijo con tono suave—. Somos aliados, ¿verdad?

Eirik asintió con orgullo. Era su primera campaña. Su primer pacto político. Su primera victoria.

Armand sonrió. Luego, con lentitud teatral, se acercó y alzó su copa.

—Brindemos por la alianza.

Eirik bebió sin sospecha. Armand también. Luego, con un gesto casi cariñoso, se inclinó y le susurró al oído:

—El norte jamás será nuestro aliado.

Y entonces le dio un puñetazo brutal en la sien. El chico cayó como un saco. Inconsciente. Traicionado.

—¡Matadlos a todos! —ordenó el duque.

Los mercenarios imperiales, disfrazados de comerciantes, sacaron cuchillos ocultos y encendieron la traición.

Los vikingos, sorprendidos, cayeron uno por uno. Degollados en sus tiendas. Quemados vivos. Solo Eirik fue preservado.

Como trofeo.

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Gran Sala del Consejo – Luminis

El amanecer llegó rojo y espeso sobre Luminis.

Las campanas repicaban, no por gloria, sino por muerte.

El emperador Valerian había caído.

El Duque Armand regresó con heridas bien colocadas y una historia falsa.

Y con él, un prisionero.

El hermano menor de Bjorn, El príncipe del norte, encadenado, sin lengua.

El tribunal fue convocado con urgencia.

Los nobles llenaron la Gran Sala como buitres hambrientos. Los clérigos rezaban, los soldados cerraban filas. El pueblo, afuera, gritaba por justicia… o por sangre.

Armand entró con paso firme. Una venda cruzaba su frente, un brazo colgaba en cabestrillo. Perfecto mártir.

—Fuimos emboscados por los vikingos —declaró—. Catorce hombres murieron. El emperador cayó. Solo yo escapé… con el traidor.

Señaló al muchacho encadenado en el centro de la sala. Sucio, cubierto de polvo, con los ojos hinchados de llanto contenido.

—Él lo admitió —añadió Armand—. Aunque… ya no puede hablar.

Un murmullo serpenteó entre los presentes.

El niño no podía defenderse. Solo su mirada —oscura, helada, rota— hablaba por él.

—¡Muerte al asesino! —clamó un noble.

—¡Decapitación! ¡Traición pagada con sangre!

Armand sonrió.

El verdugo alzó el hacha.

Entonces las puertas se abrieron de golpe.

La emperatriz virgen entró como una visión de mármol. Vestida de negro, con la frente alta y los ojos de acero.

—No habrá muerte sin juicio.
—Su voz cortó el aire—. La ley se cumplirá.

Un murmullo tenso llenó la sala.

—¡No tenemos emperador! —vociferó un senador—. ¡La emperatriz no está preparada!

—¡No estamos listos para otra guerra! —añadió otro.

—¡El duque tiene razón! —tronó un tercero—. La traición se paga con muerte. El niño asesinó al emperador.

Bella no respondió.

Avanzó.




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