Capítulo 3 — El dragón Marino del norte
Palacio Imperial – Medianoche
Los corredores estaban vacíos, pero no silenciosos.
El eco de los pasos de Bella retumbaba entre columnas, como si mil ojos la siguieran. Sus doncellas habían sido enviadas lejos. Ya no era la emperatriz virgen. Solo una joven flaca, en túnica, temblando de rabia y miedo.
Armand la esperaba en la sala del consejo vacía. De pie. Como si el trono ya fuera suyo.
—Has causado división —dijo sin mirarla.
Bella cerró la puerta con suavidad.
—¿Qué crimen hay en limpiar la sangre de un niño?
El duque se giró. Sus ojos eran brasas negras.
—Tú no piensas. No decides. Tú haces lo que yo te diga. Dices lo que yo te diga que digas.
Se acercó a ella. Una sombra enorme, con aliento a vino y hierro.
—Eres un símbolo. Un cuerpo bonito envuelto en leyendas. ¿Quieres ser mártir también?
Bella apretó los labios.
—El niño no es culpable de este crimen.
Armand la abofeteó.
El golpe resonó como un trueno. Bella no cayó, pero tambaleó. No gritó.
—¡El niño será declarado culpable! ¡Por ti! ¡Frente al consejo! ¡Frente al pueblo!
Le tomó del cabello y la atrajo hacia él, con un odio gélido.
—Una palabra mal dicha... una mirada fuera de lugar... y haré que te quemen. Viva.
Le soltó el cabello y se fue. La túnica de luto ondeó tras él como un juramento.
Bella no se movió. Solo cerró los ojos, respiró hondo... y dijo en voz baja:
—La verdad prevalecerá... no importa si mi destino es la hoguera.
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Dur Halsk – Tres días antes
La masacre duró solo doce minutos.
Los vikingos dormían. La confianza era plena. Armand les había llevado vino, promesas y monedas. No esperaban que los esclavos que trajeron como ofrenda fueran asesinos imperiales camuflados.
Fuego. Cuchillos. Silencio.
Eirik despertó atado. La tienda principal ardía. El humo le picaba en los ojos. La sangre de sus hombres hervía en la tierra como un tributo infernal. Luchó contra las cuerdas, jadeando, medio aturdido por el golpe en la sien.
Frente a él, Armand. De pie, impoluto, como si el caos fuera su altar.
—¿Por qué? —jadeó Eirik, con los ojos abiertos como un niño perdido—. Éramos aliados...
Armand se arrodilló frente a él, casi con ternura. Le levantó el rostro con dos dedos cubiertos de anillos.
—Oh, Eirik... pequeño príncipe del norte... —dijo con voz suave, como quien explica una lección a un niño—. Tú nunca fuiste mi aliado. Fuiste... un símbolo. Una herramienta. Una sangre útil.
Eirik trató de apartarse, pero Armand lo sostuvo con firmeza.
—Tu pueblo cree en sacrificios, ¿no es así? Sangre sobre piedra. Fuego bajo el cielo. Ofrendas a dioses hambrientos.
Le acarició la mejilla ensangrentada como si lo consolara.
—Pues hoy, tus dioses han sido generosos. Han entregado a su hijo como ofrenda para el ascenso de un rey. Tu sangre es el sacrificio para mi gloria.
Eirik temblaba. La rabia y el miedo le hacían vibrar los músculos.
—Y tu lengua... —dijo Armand mientras sacaba una hoja curva y reluciente—... es mi pacto de silencio con el destino. Sin tu voz, nadie podrá escucharte. Sin tus palabras, nadie podrá culparme. El silencio es mi aliado más antiguo.
Eirik abrió la boca para gritar, pero Armand le cubrió los labios.
—Shhh... Solo los dioses deben escuchar tus gritos.
Y entonces lo hizo.
Con un corte preciso, cruel, le arrancó la lengua. El sonido fue breve. El dolor, eterno.
Eirik se sacudió como un pez fuera del agua, el rostro contraído en un gesto de traición absoluta.
Armand lo sostuvo mientras sangraba, como si lo acunara.
—Gracias por tu sacrificio —susurró al oído—. Serás el monstruo en mi historia. Y yo, el héroe que sobrevivió al infierno.
Luego lo vistió de harapos, le puso grilletes... y lo llevó como trofeo.
Un niño sin lengua. Un testigo sin voz.
Perfecto.
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Palacio Imperial – Amanecer siguiente
—¿Cómo puede Bjorn estar en camino ya? —bramó uno de los senadores.
—¡Dur Halsk cayó hace tres días apenas!
—¡Los vikingos no tienen palomas mensajeras!
—¡Ni caminos seguros!
Pero otro noble, pálido, con la voz temblorosa, añadió:
—Pero tienen cuervos...
Un silencio se hizo en la sala.
—...y barcos.
Todos sabían lo que eso significaba.
Bjorn ya estaba en movimiento antes de que su hermano fuera traído.
Sabía que algo estaba mal.
Sabía de la traición.
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Sala de Consejo – Poco antes del juicio
La sala olía a incienso y papel viejo. Los senadores estaban reunidos, algunos aún con el rostro pálido por el cuerno que había sonado desde las almenas. Nadie hablaba fuerte. Nadie comía. Ni una copa de vino se alzaba.
Armand entró en silencio. Su sola presencia hizo que varias conversaciones murieran a la mitad.
—¿Se ha confirmado? —preguntó uno de los clérigos, nervioso—. ¿El príncipe vikingo está aquí?
—Sus barcos ya anclaron. —Armand no alzó la voz, pero fue como si golpeara la mesa—. Su sombra cae sobre nosotros. Y sobre el niño.
—¡No podemos juzgarlo ahora! ¡Será una provocación! —exclamó un senador de barba blanca.
Armand se acercó a él. No con ira, sino con paciencia.
—¿Y qué propones? ¿Que el Imperio se arrodille ante amenazas extranjeras? ¿Que los salvajes dicten nuestras leyes?
—No es eso, pero...
—Pero nada. —Le apoyó una mano en el hombro, como un padre corrigiendo a un hijo temeroso—. Los símbolos deben ser protegidos. La ley debe parecer firme. Incluso cuando tiemble.
—La emperatriz duda —dijo un noble joven, apenas susurrando.
Armand sonrió.
—Las vírgenes dudan. Los sabios deciden.
Luego se volvió al conjunto del consejo, extendiendo los brazos.
—Señores… todos aquí sabemos que el juicio no es por el niño. Ni siquiera por la muerte del emperador. Es por el orden. Por la corona. Por el miedo que viene del mar.
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Editado: 15.06.2025