Capítulo 4 – El Juicio de los Dioses
El día amaneció sin sol. Una bruma espesa cubría la ciudad como un velo de luto. Desde los tejados hasta las torres del palacio, todo parecía contener el aliento. En la Plaza del Juicio, miles se apretujaban hombro con hombro. Olía a sudor, a miedo, a rabia contenida. El murmullo del pueblo se arrastraba como un enjambre invisible: “extranjero”, “asesino”, “bruja del norte”, “traición”.
Bjorn apareció con sus catorce guerreros. No llevaban armaduras relucientes ni túnicas de corte. Venían del hielo, del barro, de la frontera. Todos los ojos se volvieron hacia ellos como se vuelven hacia una tormenta.
Bjorn no habló. Solo caminó.
Cuando llegó hasta la barandilla de los acusados, miró a su hermano. Eirik estaba sentado en un banco de piedra, encadenado, la cabeza gacha. Un hilillo de sangre seca aún cruzaba su cuello. Su mirada, al levantarla, no era la de un niño.
Era la de alguien que ya no esperaba nada.
Bella observaba desde el estrado. Ya no lloraba. Había rezado hasta que no quedaron palabras. Ahora solo tenía el deber. Pero el miedo se arrastraba por su columna como un gusano helado.
El Duque Armand tomó la palabra.
—Mi testimonio no ha cambiado —dijo con solemnidad—. El emperador fue asesinado en una emboscada. Este niño lideró el ataque. Yo mismo lo capturé. No negó nada. Aunque... ya no pueda hablar.
Un silencio incómodo.
—¿Cómo puede haber confesado, si no tiene lengua? —preguntó un anciano del consejo.
—Sus gestos. Su mirada. Su rendición. Fue suficiente. La justicia no siempre requiere palabras —respondió Rufus, el cardenal, desde su asiento elevado.
Bella se inclinó hacia adelante.
—¿Quién le cortó la lengua?
Nadie respondió.
—¿Quién? —insistió. Su voz se quebró.
—Fue un castigo preventivo —dijo Armand al fin—. Para evitar que lanzara conjuros, mentiras, herejías.
El absurdo flotó un segundo en el aire antes de que los murmullos lo destrozaran.
Bella se levantó.
—Traigan a la testigo —ordenó.
Las puertas se abrieron. Una niña, no más de diez años, fue llevada de la mano. Temblaba. Sus ojos, grandes, asustados, miraban a todos lados como si esperara un golpe.
Bella bajó del estrado. Caminó hasta la niña. Se arrodilló.
—¿Tú viste a este niño asesinar al emperador?
La niña no respondió. Miró al cardenal. Luego a Armand. Luego al suelo.
Bella tomó sus manos... y vio las marcas. Finas, dolorosas, recientes. De una regla, de una correa. De algo que no se ve en público.
Bella tragó saliva.
—Dios ya sabe la verdad —susurró—. Y Él no te va a castigar. Ni yo.
La niña empezó a llorar.
—Yo... yo no lo vi... —sollozó— No... lo recuerdo...
Los gritos empezaron de inmediato. "¡Farsa!", "¡Manipulación!", "¡La emperatriz está protegiendo a los bárbaros!"
Bella la abrazó. Luego la tomó de los hombros, la miró a los ojos y le dijo en voz clara:
—Eres inocente. Y él también.
Se levantó. Caminó hacia el estrado. Y declaró:
—Eirik, hijo de Drakkar, príncipe del norte, es inocente. No será ejecutado.
Armand no gritó. No discutió. Solo levantó una mano.
—La piedad no es justicia, Majestad. El pueblo ha oído. El consejo ha oído. Yo también tengo derecho a hablar.
—Ya has dicho suficiente.
—Aún no. —Y miró a los nobles—. Votad.
Uno a uno, como ovejas con miedo al lobo, se levantaron.
—Culpable.
—Culpable.
—Culpable.
—Muerte.
Rufus se levantó al final.
—La ley es clara. El crimen fue cometido. El castigo es muerte. Así lo dicta el códice imperial.
La sala estalló.
"¡Córtenle la cabeza!"
"¡Justicia imperial!"
"¡Sangre por sangre!"
Armand alzó las cejas. Miró a Bella con la sonrisa de un cuervo.
—El pueblo pide justicia. Tu irresponsabilidad tendrá su castigo, emperatriz.
Luego, sin apartar los ojos de ella, dio la orden:
—Hágase.
Bjorn no se movió. No dijo nada.
Solo miró a Bella.
Y cuando ella lo miró... algo en él se llenó de furia. De presagio.
Se volvió hacia su hermano. Avanzó con paso firme hacia él, pero dos guardias se interpusieron, bloqueando el camino.
—¡Deteneos! —ordenaron.
Bella levantó la mano, su voz firme como el acero:
—Déjenlo pasar. Que se acerque.
Los guardias vacilaron... pero obedecieron.
Bjorn llegó junto a Eirik. Se arrodilló frente a él, lo tomó del rostro y lo obligó a mirarlo. Eirik, encadenado, temblaba.
Y entonces, Bjorn susurró con voz profunda, en la lengua de los dioses del norte:
> "Blóð þeirra skal renna í skál Óðins. Suðrið skal blæða þúsund sinnum fyrir þig, bróðir minn, Eirik Drakkarsson."
(“Su sangre correrá en la copa de Odín. El sur sangrará mil veces más que tú, hermano mío, Eirik Drakkarsson.”)
Eirik asintió. Una sola lágrima rodó por su mejilla. Entendía.
Bjorn no parpadeó. No se movió.
El verdugo alzó el hacha.
Un corte limpio.
La cabeza de Eirik cayó como fruta podrida. La sangre brotó en un chorro feroz, y salpicó el rostro de Bjorn en gotas negras y calientes.
Y él... no se limpió.
Se puso de pie. La sangre aún cayéndole por el mentón. Miró al consejo. Al pueblo. A Bella.
Y con una voz como acero bajo tormenta, dijo en lengua común:
—"Su sangre será el vino de Odín. El sur sangrará mil veces más que Eirik, de la casa Drakkar. Lo juro."
Silencio.
No con reverencia.
Con miedo.
Nadie aplaudió. Nadie gritó. Solo el cuervo sobre el cadalso croó una vez… y voló hacia el norte.
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Editado: 13.06.2025