Capitulo 12- Seda y espada
Tlanemekatl –Nayari
Silencio. No había bosque. No había noche. Solo niebla y raíces que colgaban del cielo.
Bella flotaba, inmóvil. Blanca. Inconsciente.
Del otro lado del círculo, surgió la figura.
Una sombra con forma. Hecha de ramas, piel de humo, ojos que no eran ojos. Su voz no necesitó boca.
—Ella es un alma pura. No pertenece a ti ni a tu mundo.
Bjorn frunció el ceño, firme.
—La naturaleza la reclama. El bosque la llora. El viento susurra su nombre. ¿Con qué derecho la arrancas de nuestras manos?
—Le ofrecí su sangre a mis dioses —gruñó Bjorn, con la voz tensa—. Es mía. La quiero muerta. En mi casa.
—Jamás le darás su sangre a tus dioses.
La voz del espíritu se volvió grave. Más íntima. Como si hablara desde dentro del cráneo de Bjorn.
—Porque ya estás atado a ella.
Bjorn dio un paso adelante. Casi desafiante.
—La quiero muerta. Pero en mi casa. Quiero su rostro pálido en mis altares.
—La tendrás viva. En tu casa.
Ofenderás a tus dioses. Pero no podrás evitarlo.
Bjorn apretó la mandíbula.
—La mataré, en mi casa, en mi altar frente a mis Dioses.
El espíritu lo ignoró. Luego, murmuró palabras en una lengua antigua. Árbol. Luna. Sangre.
Bjorn la comprendió.
Y respondió en ese mismo idioma:
—Acepto. Regrésamela.
Silencio.
Y después, un suspiro.
No de Bjorn. No del espíritu.
De ella.
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Los Bosques del Norte
La princesa Mei Lin atravesó el sur con una caravana discreta, aunque no del todo modesta. Ni la seda podía esconder la nobleza de su linaje. En el corazón de la selva Nayari, donde los árboles eran más altos que torres y las raíces respiraban con voz antigua, los espíritus del bosque parecían observarla… no con hostilidad, sino con una expectante curiosidad.
En el claro ceremonial la aguardaba el príncipe Cael, nieto de sabios, guerrero pintado con símbolos tribales. Su torso desnudo brillaba de sudor y pigmento; su rostro endurecido por la lucha, sin embargo, se suavizó al verla desmontar con la elegancia de una hoja en otoño.
—¿Qué busca la hija del Este entre raíces que no le pertenecen? —preguntó, su voz grave como un tambor lejano.
—Salvar lo que aún puede salvarse —dijo Mei Lin, sin inclinar la cabeza, pero sin arrogancia—. No traigo ejércitos. Pero sí advertencias.
Hablaron junto al fuego. Le relató los planes del emperador Arnald. El bloqueo de Tenshi. El ejército que se preparaba a marchar. El doble filo de la guerra que se cerraba como una trampa sobre Nayari.
Cael cerró los puños. La sangre le palpitaba en la sien.
—¿Y tú qué ganas con esto?
—Nada —respondió ella—. O quizás, un aliado. Uno que sepa ver más allá del orgullo.
Él la observó largamente. Sus ojos no desconfiaban… pero en ellos había tormenta.
—Entonces entra al templo. Algunas decisiones no se toman con la cabeza… sino bajo la sombra de los dioses.
Ella asintió. Lo siguió.
La piedra ceremonial estaba aún húmeda. El aire olía a sangre seca y tabaco. Un susurro flotaba entre los árboles, como si los mismos troncos repitieran un secreto antiguo.
En la entrada del templo, un chamán emergía. Iba cubierto de ceniza y plumas negras. Llevaba algo en sus manos: un cuenco humeante, que no compartió con nadie. Su mirada la atravesó sin detenerse.
Justo detrás de él, salía el príncipe vikingo.
Bjorn.
Alto, con la túnica empapada de sudor, el rostro cruzado por sombra y decisión. Había un temblor apenas perceptible en su respiración. Pero sus ojos no eran los de un derrotado, sino de alguien que acababa de desafiar a los dioses y sobrevivir.
Mei Lin levantó el mentón, curiosa.
—¿Tienes visitas, príncipe Cael?
Cael no le devolvió la sonrisa.
—Yo pregunto. Tú respondes.
El silencio se hizo espeso. Los árboles parecían esperar.
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Luminatis, ciudadela imperial.
Desde su trono de hierro negro, Arnard, Emperador del Occidente, reía con desdén.
—¿La Casa Tenshi se atreve a cerrarme el paso? ¿A mí?
El consejero Gael se acercó con cautela.
—Majestad…
El emperador guardó silencio un instante… y luego se echó hacia atrás en su trono.
—Entonces que vean lo que pasa cuando se rebelan a su majestad imperial. Tenshis, Nayaris, Drakkares... que arda todo.
Y dio la orden.
—Llamad a la princesa zayna. Que ella se encargué de esto.
—¿MUSULMANES ALIADOS?
—Santos vs pagano. Cierra la boca y muévete.
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Campamento vikingo, costa norte de Thelveria
Singrid estaba frente al mapa extendido sobre un tronco cubierto de musgo, su dedo marcando con firmeza el lugar exacto que incendiaría con fuego vikingo. Eldmar, el corazón del Imperio Grande, demasiado cerca de la capital para que fuera prudente. Pero ella no era prudente. No aquella noche.
—El próximo ataque será en Eldmar —dijo con voz baja, firme—. Allí donde más duele.
Liang la observaba con calma, su mirada serena contrastaba con la furia que emanaba de ella. No había dudas ni arrogancia en su postura, solo la convicción brutal de quien se sabe guerrera. Pero él sabía también que era una locura.
—Singrid —comenzó con voz suave—, eso es un suicidio. Llevarás a tus hombres a una muerte segura.
Ella lo miró, sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y cansancio. ¿Cobardía? No, él estaba equivocado. La valentía no era la ausencia de miedo, sino el dominio sobre él.
—No temo a la muerte —replicó, desenvainando su espada con un movimiento seco—. No como tú.
El contraste entre ambos era claro: ella, la tormenta imparable; él, la calma que anticipa el trueno. Pero la calma no era cobardía, y Liang lo demostraría.
—¿Tienes miedo, Liang? —musitó mientras apuntaba la punta fría de su espada a su pecho—. Admitelo.
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Editado: 21.06.2025