Capitulo 13 - Fuego bajo tregua
Territorio Tenshi, Palacio de la Niebla
El salón del loto blanco se mantenía en un silencio denso, casi sagrado. Las paredes de papel filtraban la luz del crepúsculo, proyectando sombras suaves que se movían al ritmo del incienso. El Lord Haruto, vestido con su túnica ceremonial de lino azul oscuro, permanecía de pie frente a los emisarios del emperador Arnard.
Tres figuras, envueltas en armaduras livianas de bronce imperial, con capas negras ribeteadas en rojo carmesí. Ninguno habló primero. Haruto no cedía palabra sin obtener primero una postura clara. Finalmente, el mayor de ellos —un tal Domelrik, enviado de la casa del fuego— habló con voz medida.
—Mi señor Haruto. El emperador Arnard no busca guerra con la Casa Tenshi. Solo exige paso seguro a través de sus tierras. Una columna. Un tránsito. Ningún asentamiento será tocado. Ningún templo será profanado.
Haruto ladeó la cabeza, sin responder aún. Sus ojos, como agua serena, lo miraban todo sin perderse en nada.
—Y si yo niego ese paso, ¿cuánto durará nuestra tregua? —preguntó finalmente, sin elevar el tono—. ¿Un día? ¿Una hora?
—Entonces serían enemigos del imperio —respondió Domelrik, sin disfrazar la amenaza—. Y su pueblo quedaría entre la marcha de un ejército y la furia de los dioses.
Haruto bebió de su té. Pensó. Cada palabra era una semilla. Y debía plantar solo las que florecieran en paz.
—No guerrearemos —dijo finalmente, lento y firme—. No a favor ni en contra. Si no pisan nuestras tierras, no tocaremos sus espadas. Y si cruzan sin permiso… sabrán que ni nuestras montañas ni nuestros muertos los dejarán irse.
Los enviados asintieron. Uno sacó un rollo de pergamino, ya preparado. Haruto lo leyó con cuidado. El trato era simple: neutralidad perpetua… a cambio de respeto a sus fronteras.
Firmó con el pincel ceremonial, de pelo de grulla negra. El símbolo de la Casa Tenshi quedó trazado con tinta que no se borraría con el tiempo ni el fuego. Domelrik hizo lo mismo, y luego sacó un pequeño sello imperial de hierro forjado. Lo presionó contra cera roja fundida en el borde del papel.
Un trato sellado. Un pacto de no agresión.
—El emperador honrará su palabra —dijo Domelrik, recogiendo el pergamino.
Haruto asintió. Apenas.
—Y yo protegeré a los míos.
Al retirarse los enviados, el aire se alivianó. El consejero Takeda entró, silencioso como siempre.
—¿Hicimos lo correcto? —preguntó.
Haruto observó el papel aún tibio por la cera del sello. Su voz fue apenas un murmullo.
—Traicioné al norte… pero salvé a nuestro pueblo. Hoy, no moriremos.
Esa noche, por primera vez en semanas, Haruto se permitió dormir. Se recostó sobre el tatami con la tranquilidad áspera de quien sabe que eligió el mal menor. Cerró los ojos, el murmullo del jardín lo arrulló. Paz. Al menos unas horas.
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Medianoche. En la aldea Tenshi.
Una risa suave, apenas audible, se deslizó entre los tejados. Una melodía extraña flotaba en el viento: campanas pequeñas, pasos ligeros… y fuego.
La princesa Zayna avanzó entre las sombras, envuelta en velos rojos que brillaban con el reflejo de antorchas ocultas. No venía sola. Sus soldados, entrenados en las arenas del sur, se movían como serpientes por los callejones. No eran un ejército. Eran una danza de sombras.
Con pólvora, espejos y cuchillas ocultas, comenzaron el ritual.
Una chispa en los campos de arroz. Otra en la biblioteca. Los templos, hechos de madera centenaria, crujieron como huesos viejos al primer estallido. El fuego se propagó con precisión quirúrgica, como si cada llama obedeciera un mapa secreto.
Zayna avanzó hasta el centro del poblado. La guardia dormía. Los muros eran finos. Los corazones confiados.
Y entonces danzó.
Con la espada curva en cada mano, la princesa del desierto giró en medio del incendio como una devota ante su altar de destrucción. Cada movimiento era arte y muerte. Cada corte, una sentencia.
Los gritos comenzaron al amanecer. Demasiado tarde.
Haruto despertó entre humo. Tosió, corrió, desenvainó.
Frente a él, entre las brasas del templo de la luna, Zayna lo esperaba. Envuelta en fuego, hermosa y letal.
—¿Por qué? —jadeó él, mirando a su pueblo arder.
—Porque la neutralidad —susurró ella— no compra el favor de un dios sediento.
Él alzó su katana. Ella sonrió.
Y danzaron.
Entre las ruinas, el acero cantó su última canción. Fuego y acero. Seda y sangre.
La paz se había firmado. Y aún así, la guerra nunca pidió permiso.
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Segundo Palacio del Príncipe Nayari — Torre Este
Primera noche de Bella como prisionera-sacrificio
La fiebre la despertó antes que la luz.
Bella se removió entre las sábanas de seda fría, empapada en sudor. Su cuerpo ardía, pero el aire a su alrededor era gélido. Intentó moverse y un latigazo de dolor le atravesó el vientre. Soltó un gemido ahogado. Cada respiración era una batalla.
A su lado, en la alfombra de cáñamo, el pequeño pájaro azul dormía con la cabeza entre las alas. Ya no temblaba. Su ala herida se alzaba con suavidad en cada exhalación.
Bella sonrió débilmente. Lo llamó con la voz rota:
—Tu ala… ya estás curado. Ya puedes volar.
Estiró la mano, con dificultad, acariciándole las plumas. Luego, con esfuerzo inútil, trató de ponerse de pie.
—Vamos… vamos a la ventana. Hay cielo allá afuera…
Pero sus piernas no le respondieron.
Se tambaleó.
Y cayó al suelo con un golpe sordo.
La puerta se abrió con un ruido seco. Entró un soldado Nayari de guardia, con la lanza en mano y expresión de disgusto. Sus botas resonaron como un juicio en el mármol.
—¡No te muevas, cruzada! —rugió, apuntándole con la hoja negra de su lanza—. Eres propiedad del príncipe ahora. Te levantas sin permiso, y te corto en dos.
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Editado: 21.06.2025