Capítulo 5 – La Bestia Encadenada
El silencio tras el juramento de Bjorn era un abismo.
La sangre de Eirik chorreaba lenta por el mentón de su hermano, marcando una línea roja que goteaba sobre las piedras del suelo. Nadie se movía. Nadie hablaba. Hasta que una voz, antigua y cruel como una campana rota, lo hizo temblar todo:
—¡Herejía!
Era el cardenal Rufus. De pie, la mano alzada, el rostro encendido por una furia santa.
—Ése no es un hombre. Es una bestia. Su dios es el engañador. Su juramento, una invocación demoníaca. Aprehendedlo. Que sea encadenado. Que el fuego lo purifique.
Bjorn no parpadeó. Aún miraba la cabeza de su hermano, que yacía sobre el suelo como una fruta partida.
Los guardias dudaron.
—¡Ya! —gritó Armand—. Antes de que el veneno se esparza.
Y entonces, como si se abriera la jaula de un dios antiguo, Bjorn se movió.
El primer guardia cayó con el cuello roto por un golpe seco. El segundo recibió una rodilla en la cara que lo lanzó tres pasos atrás. Una lanza fue tomada y usada como bastón. Luego como proyectil.
Los gritos empezaron.
Bjorn rugió. No como hombre. Como lo que era: el Dragón Marino del Norte.
Detrás de él, sus catorce guerreros formaron una línea.
—Drakkar!—rugieron.
Y cargaron.
El caos fue absoluto. Espadas cortaron más rápido que los rezos. Un hacha cruzó el aire y se incrustó en la garganta de un noble. Otro fue arrojado desde el estrado como un saco de grano. El escudo de uno de los vikingos golpeó el rostro de un inquisidor, hundiéndole el cráneo.
Bella gritó, pero nadie la oyó. El lugar era una tormenta.
Uno de los guerreros de Bjorn, un gigante pelirrojo, tomó la capa de un Valerius y lo apuñaló tantas veces que la tela quedó negra.
Pero los vikingos no eran invencibles. Cayeron uno a uno. Rodeados, abrumados por el número. Aun así, cada uno murió llevándose al menos a dos enemigos consigo. Sus gritos eran de gloria, no de miedo. Solo uno quedó vivo ese huyó hacia los barcos. Marchar al Norte a buscar ayuda.
Bjorn era el último. Herido, con una lanza rota en el costado, seguía en pie. Su respiración era un trueno. Mató a uno, a otro, a un tercero. Las espadas rebotaban en su furia.
Hasta que trajeron la red.
Era de plata. Trenzada con cadenas negras. Forjada por monjes, decían, para encerrar al hijo de Fenrir.
Se la lanzaron encima mientras dos guardias le clavaban picas en las piernas. Otro saltó sobre su espalda y le colocó un collar de hierro. Bjorn rugió. Cayó de rodillas.
Pero no se rindió. Aulló al cielo.
—¡Esto no ha terminado!
Los cuerpos de los trece yacían a su alrededor. La sangre corría como río. Entre ellos, nobles de la casa Valerius. Mangas finas desgarradas. Gargantas abiertas. Ojos vacíos.
Rufus levantó su cruz. Estaba manchada de rojo.
—El demonio ha sido contenido. Que nadie llore por los impuros.
Bjorn, encadenado, sangrando, miró a Bella. Su voz fue un susurro. Pero ella lo oyó.
—Esto no ha hecho más que empezar.
(...)
El suelo de la Plaza del Juicio estaba cubierto de sangre. El humo del caos aún flotaba como una niebla negra, y los cuerpos de los guerreros del norte yacían dispersos, algunos aún con los ojos abiertos, otros abrazando sus armas como si quisieran llevarlas al más allá.
La cabeza de Eirik seguía clavada en una lanza.
Los gritos se habían apagado. Solo quedaban el llanto ahogado de algunos testigos y el crujir metálico de las armaduras arrastrando a Bjorn, encadenado como una bestia. Respiraba con fuerza. Sus ojos seguían encendidos. Pero no habló.
Desde el estrado, Bella descendió con el rostro pálido como la ceniza. Sus pasos eran lentos, contenidos, como si el peso de la corona la hundiera centímetro a centímetro.
Cuando llegó al centro de la plaza, se arrodilló junto al cuerpo sin cabeza de Eirik.
Nadie se atrevió a detenerla.
Sacó un pañuelo blanco de lino, bordado con un hilo azul. Limpió con cuidado la sangre seca del suelo. Luego se levantó, arrancó la lanza del suelo con sus propias manos —y aunque le temblaban, no pidió ayuda— y sostuvo la cabeza de Eirik contra su pecho, como una madre que abraza a un hijo dormido.
Del cuello del joven colgaba un colgante de plata, en forma de dragón enroscado. El emblema de la Casa Drakkar.
Bella lo tomó, lo desató con dedos temblorosos y lo guardó bajo su manto.
Mandó cavar una fosa en los jardines del palacio, pero no esperó a los sirvientes. Ella misma, con una pala y sin corona, abrió la tierra.
Rezaba mientras cavaba. No con la pompa de los templos. No con los versos del códice.
Rezaba con susurros. Con el alma rota.
"Nunca des odio por odio, ni mal por mal, nada es imposible ante la misericordia de Dios. Que el señor tome está alma inocente, que purgue sus pecado y la lleve a su lado..."
(...)
La celda de Bjorn olía a hierro y humedad. A sangre seca. A piedra vieja.
Estaba de pie, las cadenas tirantes entre los barrotes y sus muñecas, como si su cuerpo aún resistiera incluso en cautiverio. Por horas no se oyó más que el goteo del agua y el arrastrar de ratas. Hasta que los pasos resonaron. Solos. Lentos. Imperiales
Nadie se atrevía a acercarse sin órdenes. Nadie, excepto él.
Arnald.
Entró solo. Sin armadura. Sin escolta. Llevaba un abrigo negro hasta los talones y una copa de vino oscuro como tinta. Cerró la puerta tras de sí. El guardia del pasillo ni siquiera lo miró.
—¿Sabes lo que más detesto de los imperios? —dijo Arnald mientras se acercaba, sin miedo—. Que se construyen sobre pactos que nadie respeta.
Bjorn no respondió. Solo lo observaba con la mirada de un lobo encadenado.
—El Tratado de la Primavera Tardía... —siguió Arnald, girando la copa entre los dedos—. Firmado hace cuarenta y dos años entre tres hombres con miedo en los ojos. Valerius I, emperador... ya viejo, ya cansado. Tu padre, Hrothgar Drakkar, que había visto morir a dos de sus hijos. Y el Rey de Nayari, Kaelan Iskar, el único que todavía creía en algo más que la venganza.
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Editado: 21.06.2025