Capitulo 6: Ritual de las cien horas.
Calabozo del Lamento, subsuelo de la Ciudadela Imperial de Luminis. Dos días después.
La luz entraba con timidez por la claraboya de la celda. Una gota de agua caía cada cierto tiempo desde una grieta en el techo, marcando el ritmo de la espera.
Bjorn seguía encadenado, pero ya no gruñía. Solo observaba. Como un lobo que ha decidido ahorrar su furia para el momento justo.
La puerta se abrió con un susurro metálico. Bella entró sola.
Sus pasos eran lentos, pero firmes. Llevaba el cabello suelto, el rostro sin maquillaje. En sus manos, algo pequeño: una cadena de plata con forma de dragón.
Se arrodilló ante él.
—Vengo a entregarte esto —dijo, y alzó el colgante de Eirik, manchado aún de sangre seca—. Y a pedir perdón.
Bjorn no se inmutó.
—¿Perdón? —escupió a un lado—. No quiero tu perdón. Quiero tu sangre para Odín. Se la prometí. Y se la llevaré.
Bella tragó saliva. No se levantó.
—Tengo un dilema —murmuró—. No quiero que mueras. Pero tampoco quiero morir.
Bjorn sonrió. No con ternura, sino con un brillo salvaje en los ojos.
—Y sin embargo morirás. Todos mueren. Algunos, con más sentido que otros.
Bella bajó la cabeza.
—Dios mío... tengo miedo. Pero debo hacer lo correcto. Así como tu hijo soportó el peso de la cruz siendo inocente, yo estoy dispuesta a ser sacrificio por los demás.
Bjorn la miró con una mueca de desprecio.
—Ese dios con el que hablas no te escucha.
—Si escucha. Ya me ha dado la respuesta.
Sacó un manojo de llaves. Las sostuvo un segundo, dudando. Luego se acercó a las cadenas.
—Si me dejas libre —gruñó Bjorn—, te arrancaré la cabeza. Eres la primera en mi lista.
Bella lo miró a los ojos. Los suyos estaban llenos de agua. Pero firmes.
—Entonces será como deba ser. Te liberaré, pero no ahora.
Dijo antes de marcharse.
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Sala del Consejo Imperial – Ciudadela de Luminatis
El aire en la Sala del Consejo olía a incienso rancio y sangre política. Bajo la cúpula de cristal ennegrecido, el trono imperial permanecía vacío, como si la corona rehusara posarse sobre la cabeza de la emperatriz virgen.
Bella estaba sentada al pie de ese trono, en silencio. Su vestido de luto goteaba sobriedad. A su lado, Arnald —su tío, el antiguo consejero del emperador y ahora el suyo, vestía una túnica azulada— observaba cada movimiento con la mirada afilada de un halcón domesticado que aún recordaba cómo cazar.
Los nobles discutían a gritos. Rufus, de pie con su mitra roja y su cruz de hierro, dominaba la palabra.
—Los dioses piden justicia. Y no hay justicia sin sangre. ¡Bjorn Drakkar debe ser ejecutado públicamente! —exclamó, golpeando su báculo contra el mármol—. ¡Que muera en la plaza donde todos puedan ver la caída de la bestia!
—¡Sí! —bramó Lord Mertan, con su jubón dorado manchado de vino—. ¡Que el norte sepa que el Imperio no perdona el sacrilegio!
—¡Masacró a la casa Valerius! ¡Ni un niño quedó vivo!
Bella se irguió un poco, frunciendo el ceño.
—Pero... ¿cómo pudo hacerlo? Él sigue en el calabozo. Encadenado. Y los catorce que vinieron con él… están muertos.
La sala se silenció por un momento. Arnald carraspeó suavemente y dijo con voz dulce, casi condescendiente:
—La emperatriz es tan inocente… No sabe aún cómo opera el corazón de los bárbaros.
Las risas brotaron como cascadas. No de burla cruel, sino de ese paternalismo envenenado tan propio del consejo.
Bella no respondió. Pero su mano apretó con fuerza el borde de la mesa.
Rufus se adelantó:
—Sus órdenes fueron claras. No necesitaba espada en mano para matar. Sus sombras lo hacen por él. Y ahora, los clanes del norte celebran su matanza con hidromiel y fuego.
—¿Y qué propone este consejo? —dijo Bella, firme.
—Decapitación. En la plaza. Al amanecer. Ante el pueblo. Que todos vean que el crimen contra la sangre imperial no quedará impune.
—¿Y después? —preguntó ella—. ¿Cuando su cuerpo quede como cáscara vacía? ¿Qué de su alma? ¿Qué de los demonios que se cobijan en su carne?
Los nobles volvieron a murmurar. Ella se puso de pie.
—Si ha de morir… que al menos su alma sea purgada. No podemos permitir que vuelva como espectro. Que los impuros se filtren por su cuerpo en descomposición y tomen nuestra tierra.
Sostuvo un pergamino con sello eclesiástico.
—El Ritual de la Cien Horas. Un antiguo exorcismo. Aprobado por la Orden del Lamento Silente. Los textos de las Catacumbas Negras lo detallan: el cuerpo es herido, la voluntad quebrada, y si aún vive tras ello, se le decapita, pero sin temor a lo impuro.
Rufus frunció el ceño. Se cruzó de brazos. Lo dudaba.
—Eso... es poco convencional.
—Pero profundamente simbólico —agregó uno de los barones—. Que sufra primero. Que se arrepienta.
—Que el pueblo vea cómo la bestia implora perdón —añadió la duquesa Leona.
—Y si muere en el proceso… mejor aún —sonrió el conde Olthar.
Rufus tragó saliva. Miró el pergamino, luego a Bella. Sus dedos jugaron con los anillos eclesiásticos de su mano.
—Aceptaré. Pero tú misma lo escoltarás. Y si el ritual resulta una farsa, caerás con él.
—Acepto —dijo Bella.
La sala parecía satisfecha. Solo Arnald permanecía inmóvil. Su voz resonó entre el murmullo de los demás:
—¿Y enviarás novicias a escoltar al más peligroso de los Drakkar? ¿Jovencitas a vigilar al demonio del norte? Eres más temeraria de lo que pareces, hija.
Bella lo miró con frialdad.
—Serán voluntarias. Como lo soy yo. La fe no tiembla frente al castigo. Y si es impío… entonces el rito lo revelará.
Rufus alzó la mano:
—Enviaremos cuervos a las otras casas. Que los señores del continente se reúnan para la ejecución final. Que la sangre de los Valerius sea vengada con el testimonio de todos los linajes. Desde las arenas de Zahira hasta los riscos de Marelis.
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Editado: 21.06.2025