La emperatriz virgen

9.

Capitulo 9:

Selnar- Límite entre Nayari y Luminatis.

El pueblo no tenía nombre en los mapas. Solo tres casas de piedra, un granero con el techo vencido por la nieve, y un pozo seco al centro. Allí vivía Mael, un anciano de barba blanca y ojos oscuros que alguna vez habían visto reyes arder.

Cuando los vio llegar al atardecer —a ella tambaleante, con la piel pálida y los labios partidos; a él con las heridas abiertas, las ropas endurecidas por la sangre seca— supo que la muerte caminaba detrás de ellos.

No preguntó nombres. No llamó a nadie. Solo los observó.

Primero cayó Bjorn, como un roble derribado en silencio. El cuerpo golpeó la tierra con un crujido sordo. Bella, al verlo desplomarse, gritó su nombre y dio un paso hacia él. Pero olvidó la cuerda. Aún atada a su cinturón.

La tensión la detuvo en seco. El tirón fue brutal. Cayó hacia atrás con un golpe seco contra la tierra helada. La cabeza rebotó en una piedra oculta bajo la hierba. No gritó. Solo se apagó.

El silencio se asentó como un manto.

Mael caminó hacia ellos sin prisa. El lazo entre ambos —esa cuerda simple, manchada de barro— le habló más que cualquier presentación.

—Hijos del hielo… y de la guerra —susurró—. Que los dioses tengan piedad de ustedes.

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Cuando Bella despertó

Lo primero que sintió fue el olor a humo. No el de la batalla, ni el de la carne quemada, sino el de madera ardiendo en una chimenea real. Luego vino el calor. Un calor suave, que no dolía.

Parpadeó. El techo era bajo y de madera tosca. Una viga tenía un clavo oxidado del que colgaban unas botas viejas. Desde el otro lado de una puerta entreabierta, cacareaban unas gallinas.

Intentó moverse, pero el mundo se inclinó bajo su cabeza.

—No lo haga, señora —dijo una voz suave, firme—. Se golpeó feo. No hay fractura, gracias a los dioses, pero está deshidratada. Y hambrienta. Se le nota en los ojos.

Bella giró lentamente el rostro. Una mujer de rostro redondo, trenza gris y delantal con hollín le ofrecía una taza de madera.

—¿Dónde…?

—En mi casa. En Selnar, aunque ya nadie llama a este sitio por su nombre. Mi esposo los encontró anoche. Él llevó al gigante herido alero… al otro cuarto. Apenas respira, pero vive.

Bella frunció el ceño.

—¿Bjorn?

—Eso dijo entre sueños. No sabíamos quiénes eran. Mi esposo quería entregarlos, hasta que vio algo en su cara. Y luego la cuerda. —La mujer bajó la mirada, incómoda—. No vi a una prisionera. Vi a alguien que eligió no huir… aunque podía.

Bella tragó saliva. Bajó la vista. Tenía las muñecas marcadas por el roce del cordel. La cuerda ya no estaba, pero su huella seguía allí.

—Gracias —murmuró.

—No me lo agradezca aún —respondió la mujer poniéndose de pie—. Si los hombres del nuevo emperador pasan por aquí, esta casa arderá con ustedes dentro. Pero no los entregaremos.

En ese momento, la puerta se abrió. Un campesino alto, de manos ásperas y espalda encorvada, entró sin decir palabra. Sus ojos se clavaron en los de Bella con una mezcla de sorpresa y certeza.

—El norte —dijo al fin—. Conozco ese ceño. Es el del hijo del medio. Yo fui herrero del padre de Bjorn, cuando aún éramos un reino en guerra. Lo vi crecer. A él… y a Eirik. El mayor… nunca volvió.

Bella lo observó en silencio, sintiendo que algo en su pecho se aflojaba por primera vez en semanas.

—Están en casa. Al menos por esta noche.

El campesino se inclinó levemente, y luego salió.

Desde el otro cuarto, Bjorn murmuró un nombre entre dientes. Era casi un gemido.

—Syngrid…

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Pueblo costero de Thelveria- afueras del imperio.

Las olas rompían contra los muros derrumbados mientras el fuego devoraba los tejados y el humo ennegrecía el cielo. El olor a carne quemada se mezclaba con el salitre del mar, formando una peste que asfixiaba. Las calles eran un río de sangre, gritos y cenizas. Nadie estaba a salvo: ni niños, ni ancianos, ni mujeres.

Singrid, hija del hielo y la guerra, avanzaba como una tormenta sin misericordia.

—¡Que arda! —gritaba, cruzando el mercado envuelto en llamas—. ¡Que paguen por cada lágrima derramada por nuestros muertos!

Su espada, ensangrentada, destellaba al compás del sol mortecino. Los cuerpos caían a su paso como espigas bajo la guadaña. Nada la detenía. Su furia era más antigua que las fronteras del imperio. Más profunda que el mar.

Por cada hermano Drakkar colgado de un muro de Luminis, por cada lengua nórdica silenciada a golpes, por cada altar de los dioses quemado en nombre de la cruz… la venganza sería total.

Thelveria no era el blanco. Era el aviso.

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Ciudadela imperial luminis

Muy lejos, en el corazón del Imperio, en la ciudadela de Luminis, la arrogancia ardía con menos fuego… pero con igual ceguera.

En el trono usurpado, Admand, Emperador Interino, escuchaba el parte con desdén. Un mensajero se arrodillaba jadeante frente a él, cubierto de polvo y miedo.

—Majestad… los Drakkar han arrasado Thelveria. No quedó piedra sobre piedra. La ciudad ha caído.

Un murmullo cruzó la sala. Algunos nobles palidecieron.

Admand no. Alzó una ceja y curvó los labios en una sonrisa lenta, desdeñosa.

—Quemar Thelveria fue un acto de guerra... pero también un poema. Averigua quién lo escribió. Porqué a mí, honestamente no me importa.

El cardenal Rufus, a su lado, asintió con una mueca de desprecio.

—Dios no protege a los débiles. Quizá el castigo les enseñe humildad.

Algunos nobles rieron. Otros no dijeron nada.

Desde la penumbra, Lady Mariel de Marelis no apartó los ojos del mapa imperial extendido sobre la mesa.

—No era por el puerto —dijo en voz baja, para nadie en particular—. Era por el mensaje.

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Selnar- Límite entre Nayari y Luminatis.

Bjorn despertó con un rugido atrapado en la garganta. El dolor en su pecho era tan denso como el hierro, pero más fuerte era la rabia que le hervía en la sangre. La camilla de madera crujió cuando se incorporó con torpeza, los vendajes limpios —gracias al granjero— tensándose sobre su torso fuerte, marcado por cicatrices que narraban batallas pasadas. Su camisa de lino blanca, recién lavada, apenas cubría los músculos tensos bajo la piel bronceada. En sus brazos, tatuajes rúnicos hablaban de juramentos hechos al fuego y al acero. Su cabello dorado como el sol caía en mechones sueltos, y sus ojos, del azul helado del mar del Norte, centelleaban con furia.




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