Capítulo 10 – Entre la piel y el hambre
Tlanemekatl, la Frontera del Espíritu
Tres días cabalgando.
El mundo era blanco y gris, como si el cielo se hubiera vaciado de todo excepto silencio.
El viento del norte no tenía alma: soplaba afilado, invisible, cortando la piel, quebrando la voluntad.
Bjorn apenas se detenía. Unas horas para dormir. Un trozo duro de pan para no morir.
Y Bella... solo seguía respirando porque aún no sabía cómo dejar de hacerlo.
Cabalgaba atada tras él, débil, temblorosa. Su cuerpo, vencido. Su fe, aferrada a la espalda del enemigo como un acto final de terquedad.
Cada paso del caballo era una oración al vacío. Cada ráfaga de aire, un recordatorio: no había redención en el norte. Solo castigo.
El cielo era una herida sin cerrar.
Los árboles, esqueletos que crujían como si contaran los pecados de los vivos.
Bjorn no decía nada. Su rostro era piedra. Sus ojos, acero.
Solo la tensión en sus hombros traicionaba algo más que rabia.
Algo que ni él mismo sabía si era duda... o hambre.
La miseria se volvió sagrada al segundo día.
No porque el dolor cediera, sino porque ya no importaba.
El cuerpo deja de sentir cuando el alma empieza a quebrarse.
Bella no hablaba. No lloraba. Ya ni rezaba.
Pero aún respiraba.
Bjorn partió el último trozo de pan. Duro como un hueso.
Sin mirarla, colocó la porción más grande en sus manos atadas.
Ella bajó la mirada, confundida, casi ofendida.
—No… —susurró—. No puedo...
—Cállate y cómelo —gruñó él—. Hoy cazaré algo decente. No te acostumbres.
El tercer día llegó igual que el segundo. Oscuro. Helado. Silencioso.
Bella estaba en la nada misma. Y pensaba: quizá así se siente la muerte.
Cabalgaban desde hacía horas.
El sol era apenas un rumor tras el manto inmóvil de nubes.
Bella seguía atada, pero las cuerdas ya no eran necesarias. Su cuerpo había renunciado.
Solo se movía por inercia, por costumbre.
Los párpados se le cerraban. Los brazos colgaban como si ya no le pertenecieran.
Hasta que un balanceo la hizo caer hacia un lado.
Bjorn lo sintió. Su instinto fue más rápido que su razón.
Tiró de la cuerda. La sujetó antes de que tocara el suelo.
—¡Despierta, cruzada tonta! —bramó, con más miedo que furia.
Ella gimió, apenas.
Su frente tocó su espalda, y en un gesto automático —casi humano—, él la sostuvo allí.
Bella se recostó, débil, como un animal herido que encuentra, sin saber por qué, un último refugio en su verdugo.
Su aliento era una brisa tibia contra la escarcha de su piel.
—Ya... mátame... —susurró, entre dientes entumecidos—. No puedo más. No puedo llegar al norte. No puedo resistir...
Bjorn no respondió de inmediato.
El caballo seguía avanzando, como si el mundo no supiera que algo acababa de romperse.
—Ya estás en el norte —dijo al fin—. No en el mío. Pero sí en el de Cael Nayari.
Silencio.
Luego, la voz de Bella, apenas un soplo.
—La piel...
—¿Qué?
—Cuando me mates... quiero que empieces por ahí. Por la piel.
Bjorn entrecerró los ojos.
La frase era un eco de otra, lanzada días atrás, cuando el odio era claro y la guerra, simple.
Pero esta vez... dolía.
—¿Por qué la piel y no los ojos?
Bella apoyó el mentón en su hombro. Su voz era una llama moribunda.
—Porque quiero ver tu cara cuando cobres tu venganza —dijo—.
Quiero saber si serás feliz.
Si será glorioso. Sublime.
Quiero ver si... todo esto valió la pena.
El mundo se detuvo.
El caballo pisó la nieve y no crujió.
El aire dejó de moverse.
Bjorn tiró de las riendas. El caballo se detuvo en seco.
Bella se tambaleó. Él la apartó como si su cercanía quemara.
—Bájate —ordenó, tenso—. Ahora, cruzada.
Bella lo miró sin sorpresa. Sin resistencia.
Bajó. Sus piernas temblaban, pero no cayó.
Bjorn desmontó. No dijo nada. No la miró.
Ató al caballo a un tronco seco. Sacó el cuchillo. Cortó la soga que la unía a él.
Luego buscó entre las piedras cubiertas de líquen.
Golpeó acero contra sílex hasta que nacieron chispas.
Colocó ramas, corteza, musgo. El fuego prendió. Débil, pero suficiente.
Bella se acercó como una sombra. Se arrodilló frente a la llama, tendiendo las manos heladas al calor.
—No intentes escapar —dijo él, sin mirarla—. Si lo haces, te encontraré.
Y empezaré por un dedo.
Se volvió hacia ella. Tomó su muñeca. Estiró su mano.
Apretó el dedo donde brillaba el anillo imperial. Ese. En particular.
Bella tembló.
Él lo soltó. Se alejó.
Ella cayó de rodillas, abrazándose, las lágrimas congelándose en sus mejillas.
Cerró los ojos. Rezó.
Y el pasado la asaltó como una marea helada.
Tenía doce años. Novicia en la Casa de la Virtud.
La hermana Lira había roto una copa de cristal sagrado y dijo que había sido Bella.
La castigaron sin escuchar su defensa.
La ataron a una columna frente a las otras niñas.
El castigo debía ser ejemplar.
El padre supervisor, rostro cubierto, alzó el látigo.
Cada golpe era una quemadura. Una mordida abierta.
Veinte. Treinta. Cuarenta.
Bella no gritaba. Rezaba.
“Perdónales, Señor. No saben lo que hacen…”
Pero lo sabían.
Y lo disfrutaban.
Y ahora, con el hambre calando hasta los huesos, con el frío perforándole la médula, le parecía que ese dolor de entonces había sido menor.
Al menos entonces, no tenía que elegir entre el pecado... y la muerte.
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Ciudadela Imperial – Luminatis
Lady Mariel de Marelis no dijo una palabra cuando las risas apagaron el informe del mensajero.
Su rostro, tallado en mármol, no reveló emoción alguna. Pero por dentro, cada palabra del emperador era una daga girando lento.
Thelveria había caído.
No por estrategia. No por gloria.
Por rabia. Por venganza.
Y ella sabía que podía ser la próxima.
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Editado: 21.06.2025