La emperatriz virgen

16.

Capítulo 16

El cielo era una herida gris cuando Bella abrió los ojos. El olor a tierra mojada, a ceniza, a resina. Parpadeó. El mundo no giraba. Ya no.

Bjorn estaba de espaldas, tallando una lanza improvisada con la hoja de su cuchillo. A su lado, el águila bebé —plumón moteado, patas aún torpes— picoteaba trozos de carne seca como si fuese un banquete digno de reyes.

—Tengo… hambre —murmuró Bella, apenas un suspiro.

Bjorn giró la cabeza. Sus ojos parecieron dudar por un segundo.

—Entonces no estás muerta —dijo. Y le lanzó un trozo de pan duro y un poco de carne seca—. Mastica lento. Vomitarás si lo haces como un lobo.

Bella se incorporó con dificultad. El hombro seguía palpitando como si ardiera por dentro. Pero comió. Mordiscos torpes. El pan sabía a piedra, pero a ella le supo a cielo.

De pronto, un crujido. Algo se deslizaba en la maleza. La pequeña águila soltó un chillido agudo y se interpuso frente a Bella, las alas abiertas, temblando. Una serpiente, negra como carbón mojado, se enroscaba entre las hojas. A centímetros de su pierna.

Bjorn lanzó el cuchillo. La serpiente se retorció y murió.

Bella miró al animalito. El águila volvió a ella, agitando las alas, como pidiendo una caricia.

—Me ha protegido —susurró, incrédula.

Bjorn no respondió de inmediato. Lo había visto también. El modo en que las aves volaban siempre por encima de donde ella dormía. El modo en que los árboles parecían susurrar cuando Bella cerraba los ojos. Lo que sintió en el ritual… esa pureza intangible. Aquello no era normal.

Ni siquiera para una cruzada.

Sus dioses le habían susurrado algo durante el rito. No lo entendió del todo. Solo recordaba una frase, repetida en el eco de la fiebre:

> “No es tuya. No pertenece a la guerra. No pertenece a ti.”

Y los espíritus del otro rito —el chamánico— le dijeron lo mismo, con otras palabras:

> “Esa alma no vino a morir. Vino a limpiar. Si la manchas, te destruirás.”

Pero él había elegido ignorarlos. Hasta ahora.

—Estás rodeada —dijo Bjorn en voz baja—. Por algo que no entiendo. Pero lo he sentido.

Bella comió en silencio. Y luego lo miró.

—Arruinaste todo —dijo.

Bjorn frunció el ceño.

—¿Qué?

—Yo había planeado entregar justicia. Por Eirik. Por los catorce vikingos asesinados en el sur. Mi muerte iba a lograrlo. Tu escape... lo arruinó todo.

Bjorn se rió, sin alegría.

—No puedes dar justicia alguien que no puede sobrevivir sola. No sabes de guerra. Solo hablas de piedad y misericordia.

—Mi piedad —replicó ella, clavando la mirada—, y la misericordia de Dios, es lo que nos tiene a ambos vivos hoy.

Bjorn soltó una carcajada seca.

—¿Ah, sí? ¿Tu Dios también dejó que me cortaran el pecho en esa celda?

Bella se incorporó más.

—Te iban a cortar la cabeza como a Eirik. Sugerí el ritual de las cien horas para sacarte del calabozo al templo. Con las novicias hice el desvío para liberarte. Pero tú lo arruinaste todo… con tu brutalidad, tu salvajismo, tu incapacidad de pensar más allá de una espada.

Bjorn se giró de golpe. En un parpadeo, la tomó por los hombros y la empujó contra el árbol más cercano. Las hojas crujieron. El viento se congeló.

—Estoy conteniendo mi brutalidad y mi ira para no matarte aquí mismo —gruñó, su rostro a centímetros del de ella.

Bella apretó los dientes. La herida del hombro ardía como si la abrieran de nuevo.

—Me estás reabriendo la herida —susurró, la voz quebrada—. La misma que cerraste con tu sangre.

Bjorn bajó la mirada. Vio el hilo rojo manando por el vendaje. La soltó.

Bella se dejó caer. Apoyó la frente en su hombro. Cansada. Exhausta.

—Estoy… cansada. Y tengo frío. Preferiría tenerte lejos. Siempre que te tengo cerca duele. Pero el frío también duele y das calor...

Bjorn se paralizado como si el mismísimo hielo al que estaba acostumbrado lo hubiese congelado.

—¿Por qué no me dejaste morir? —preguntó ella de pronto.

Bjorn no respondió. Sólo siguió caminando.

—¿Fue por piedad? ¿Por rabia? ¿O por…?

Él se detuvo.

—Porque me perteneces —dijo, sin mirarla—. Sabes bien lo que haré contigo.

Bella apretó la mandíbula. No era esclava. No era trofeo. Pero tampoco podía negar que algo dentro de ella… se quebraba cada vez que él hablaba así. No por odio. Por algo más parecido al miedo. O al deseo.

—Si, lo se. Soy tú ofrenda para Odin. Recuerda la piel primero, quiero ver tus ojos cuando cobres tú venganza.

—callate,Cruzada, solo duerme.

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Bajo las estrellas de Nayari

El palacio de Nayari se mantenía en penumbra, sus muros de obsidiana reflejaban la tenue luz de las velas. Mei Lin permanecía sentada, con las manos apretadas sobre las rodillas, mientras Cael cruzaba la habitación de un lado a otro con una tensión que parecía romper el silencio.

—Quien vea a la cruzada en mis tierras —dijo Cael con voz fría— debe atravesarla por la espada.

Mei Lin alzó la mirada, con el corazón encogido. —Cael, ¿estás dictando una ejecución?

Él giró para mirarla, sus ojos duros y sin fisuras. —Hay que romper el hechizo que ella ha lanzado sobre Bjorn. Si el Dragón Marino del Norte protege al enemigo, los dioses nos castigarán y perderemos esta guerra, otra vez.

Desde la sombra, un guerrero curtido asintió solemnemente. Cael se dirigió a él. —¿Entendiste?

—A la orden —respondió el hombre, y desapareció con la lanza al hombro.

Mei Lin se levantó bruscamente, derramando el té frío que había olvidado. —¿Sabes que él no permitirá que nadie la toque, verdad? —preguntó con horror.

—Él no es invencible —gruñó Cael—. No puede desafiar a todos los clanes del sur y del norte al mismo tiempo.

Ella lo observó, incrédula. —¿Mandarás matar a la mujer protegida por la casa con la que compartes historia y sangre? ¿Por la familia?

Cael apretó los dientes. —Precisamente por el honor de mi hermana Freya y el hijo que lleva en su vientre. Ese niño gobernará el norte algún día. No puedo permitir que la cruzada llegue a Drakkar. Ni siquiera viva.




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