Capítulo 17- Ira sobre Ilvenia
El calor del sur pesaba como un castigo divino. Ilvenia, ciudad santuario, brillaba a lo lejos con sus cúpulas de oro pálido y sus muros blancos, como si aún no supiera lo que se avecinaba.
Pero Singrid lo sabía. Y también Liang.
—Haruto no quería firmar esa paz —dijo ella, la voz firme, sin temblor—. Lo arrinconaron. Lo amenazaron con sitiar Tenshi si no cedía. Lo obligaron a firmar… y cuando bajó la espada, lo apuñalaron.
Liang cerró los ojos. Su rostro, de piedra tallada, no cambió.
Pero su respiración sí.
—¿Quién ordenó eso?
—Arnald… y sus monjes de Ilvenia. Jugaron a dos bandos. Jugaron con su honor. Y lo mataron.
Liang no respondió. Solo se giró hacia los generales a su espalda.
—Rodead Ilvenia. Nadie entra. Nadie sale.
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Los jardines sagrados ardieron al atardecer. No hubo batalla, solo rendición. Liang había planeado el ataque con la precisión de un cirujano: destruyó los pozos de agua, selló las rutas, y dejó que el miedo hiciera el resto.
Singrid fue la primera en cruzar las puertas abiertas.
Las campanas del santuario tañeron por última vez antes de ser derribadas. Los monjes no suplicaron. Algunos simplemente se arrodillaron. Otros lloraron. Liang los dejó vivir.
Pero buscaba a uno.
Y lo encontró.
En una cámara interior, oculta tras tapices de oración, el hijo de Arnald estaba arrodillado. No por fe. Por miedo. Tendría dieciséis o diecisiete. Un muchacho flaco, con la piel manchada de tinta de oración.
—¿Quién eres? —preguntó Liang, la voz como un filo bajo el sol.
—Thomen… hijo de Arnald —respondió él, temblando.
Liang dio un paso. Luego otro. Lo miró largo rato. Lo vio. Un niño, sí. Pero también una llave. Un símbolo.
Una venganza no ejecutada… aún.
—Es prisionero —decretó—. Llevadlo a la jaula de hierro. Que coma, que beba. Que recuerde cada palabra de su padre. Porque las repetirá… una a una.
Singrid lo observó en silencio. Había esperado sangre. Había deseado rabia. Pero esto… era peor.
Frío. Preciso. Calculado.
—
Esa noche, la ciudad seguía ardiendo.
Liang no hablaba. Se había encerrado con sus mapas y sus silencios.
Singrid entró sin pedir permiso.
—No lo mataste —dijo.
Él no respondió.
—Tú, el hombre que aplastó ejércitos, el que puso veneno en los pozos de Ulsan, dejaste con vida al hijo de su enemigo.
Liang la miró por fin.
—Porque quiero que su padre escuche su voz… cuando lo traicionemos. Quiero que sepa lo que perdió antes de perderlo de verdad.
Ella se acercó, paso a paso. El calor del sur les pegaba a la piel.
—Haruto no habría hecho esto.
—Haruto murió por creer en pactos. Yo no.
Singrid lo besó. Primero con rabia. Luego con deseo.
Y él la tomó.
Sobre las alfombras manchadas de ceniza.
Entre el humo y las ruinas de los ídolos.
Donde alguna vez se rezó por la paz.
—
Cuando Singrid durmió, exhausta, con el cuerpo aún marcado por sus manos, Liang miró sus propias palmas.
Estaban limpias.
Y sin embargo… sentía que algo en él ya no lo estaba.
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Bosque
La noche era densa. El cielo, un vientre de ceniza.
Dormían cerca. No por ternura, sino por frío. Por hambre. Por supervivencia.
Bjorn, medio recostado, la espada cerca del muslo.
Bella, envuelta en una capa raída, el cuerpo tembloroso, la herida del hombro palpitando como un latido roto.
El águila, entre ellos, dormía con el plumón erizado.
Entonces, un silbido.
Y el grito del ave.
Una flecha cortó la oscuridad y rozó la mejilla de Bella.
Ella despertó justo para ver la sangre deslizarse como una lágrima roja.
Bjorn no pensó. La tomó por la cintura como una presa, la lanzó al suelo detrás de un tronco.
El calor de su cuerpo la cubrió por un segundo.
Otra flecha pasó silbando por encima.
—¡Nos encontraron! —gruñó con rabia primitiva—. ¡Cael rompió su palabra, bastardo traicionero!
Cuatro Nayari salieron del bosque como sombras.
Bjorn rugió.
Arremetió.
El primero murió sin gritar, la lanza improvisada atravesándole el cuello.
El segundo forcejeó; lo apuñaló en el costado antes de morir con un rugido ahogado.
El tercero escapó.
El cuarto se escondió.
Bella jadeaba.
Veía sangre. Barro.
El pecho de Bjorn subiendo y bajando como el de un toro furioso.
Entonces, lo vio.
El Nayari oculto se levantó. Venía por la espalda.
Levantaba la espada para hundírsela a Bjorn en la nuca.
Bella no pensó.
Vio un arco junto al cadáver del primero.
Lo tomó.
Le temblaban las manos.
La cuerda se tensó.
Apuntó.
Bjorn giró justo cuando la vio. Por un segundo, creyó que ella lo apuntaba a él.
Se quedó quieto. Paralizado.
Como un ciervo ante el trueno.
La flecha silbó.
Rozó su mejilla.
Y se clavó en la garganta del Nayari.
El hombre cayó.
Su espada bajó con él…
y alcanzó a herir a Bjorn en el hombro.
Un tajo limpio. Hondo.
Silencio.
Bella soltó el arco.
Se quedó inmóvil.
Mirando las manos que acababan de matar.
—He matado… —murmuró. La voz hueca. Como si hablara en sueños—. He pecado…
Bjorn la fulminó con la mirada.
Escupió sangre. Tosió.
—¿Y qué es el pecado si no hacer lo que hay que hacer para sobrevivir? —gruñó—. Pregúntale a tus santos si prefieren tu cadáver.
Ella se arrodilló. Tocó el cuerpo del muerto con la reverencia de una madre. Comenzó a cavar. Con las manos.
En la nieve. En el barro.
Las uñas se le quebraron. Los dedos sangraban.
No paraba.
—¡Detente! —bramó Bjorn—. ¡Cruzada estúpida, tenemos que huir!
—¡Déjame! ¡Todo esto es tu culpa! ¡He matado por ti! ¡Por ti!
—¡No era un hombre, era un cazador enviado a degollarnos en la noche! ¡Que muera en el barro! ¡No es de los nuestros!
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Editado: 21.06.2025