Capitulo 18.
Campamento Nayari. Noche cerrada. La tienda de Cael.
El cuero de la tienda temblaba con el viento. El brasero derramaba brasas sobre la alfombra.
Cael estaba de pie, armado, el rostro encendido por la furia.
—¡Los mataron! ¡A mis hombres! ¡Y enterraron a uno como si fuera uno de ellos! ¡Con una cruz! ¡Una cruz! —escupía la palabra como veneno—. No más cazadores. Iré yo mismo.
Alargó la mano para tomar la lanza, pero Mei Lin se adelantó.
—¿Y si mueres tú? —preguntó, serena, sin levantar la voz—. ¿O es eso lo que deseas?
Cael giró hacia ella, como una tempestad.
—No es tu lugar.
Ella lo miró, sin miedo.
—¿Cazas a la cruzada por odio? Lo entiendo. Pero dime una cosa… ¿también matarás a tu cuñado?
Cael se detuvo en seco. Su sombra vaciló.
—Sí. Bjorn. El Dragón Marino del Norte. Hermano de armas. Esposo de tu hermana. Padre del hijo que Freya lleva en el vientre.
El silencio era espeso como barro.
Ella dio un paso. Luego otro.
—¿Qué buscas realmente? ¿El norte? ¿El poder? ¿A Freya sola, sin marido, gobernando bajo tu voz? ¿O al heredero muerto para que tú puedas tomar el timón de los clanes?
Cael apretó los dientes.
Pero no negó nada.
Mei Lin, entonces, bajó la voz. Más peligrosa que un grito.
—Deja que el Dragón Marino regrese a casa… con la intrusa. Con la cruzada.
No durará mucho tiempo con vida.
Drakkar los odia tanto como los odia tú. El imperio y los cruzados son tus enemigos en común.
Y si sobrevive, si por algún milagro no muere bajo la nieve, será visto como un traidor.
Freya quedará como la única leal al norte.
Y el niño en su vientre… tu sobrino…
Ese niño será quien una las dos casas.
Y será el verdadero líder del norte.
Cael se quedó inmóvil.
Como si Mei Lin acabara de ver el futuro… y él supiera que era verdad.
Ella se giró.
—Mátalos, y la guerra te consumirá. Déjalos, y se consumirán solos.
Tú eliges qué historia contarás cuando llegue el invierno.
Y sin más, salió.
La tela de la tienda se cerró.
Y el viento helado del norte sopló, como una advertencia.
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Bosque fronterizo del Norte, día 4.
La niebla se había vuelto más espesa.
El suelo, más helado.
Los árboles, retorcidos por el viento salino.
Bella se tambaleaba. La herida del hombro palpitaba con cada paso. Tenía fiebre. Los labios agrietados.
El águila bebé dormía envuelta en una tela sucia contra su pecho.
Bjorn caminaba en silencio, la mandíbula tensa, el brazo vendado a medias. Él mismo apenas podía sostener el peso de su espada.
Entonces, tras la última colina, las vio: las torres oscuras de Drakkar.
El mar rugía abajo, en el fiordo. El viento traía olor a sal, a humo, a hogar.
Bjorn la sujetó del codo, más para que no cayera que por ternura.
—Ya estamos en Drakkar.
Bella apenas levantó el rostro. Su piel era ceniza.
Los ojos, hundidos.
Pero su voz, aunque débil, salió clara.
—La piel… los ojos… el corazón… puedes tomar lo que queda… pero no la cruz.
Bjorn frunció el ceño.
—No me des órdenes. Soy yo quien decide qué vives, qué mueres.
Bella esbozó algo parecido a una sonrisa triste.
—Entonces decide… que lo que quede de mi cuerpo… reciba sepultura. Que el Señor tenga piedad de mi alma… y me libere del purgatorio.
Y se desmayó.
Bjorn la atrapó antes de que golpeara el suelo. La levantó en brazos. El peso era mínimo.
Una muñeca rota. Sucia. Frágil.
Pero sus brazos aún protegían el pequeño bulto: el águila.
En ese momento, unos jinetes de patrulla bajaron al galope desde la colina.
—¡Mi señor! ¡Por los dioses! ¡Pensamos que habías muerto!
—¡El Dragón Marino ha vuelto! ¡Ha regresado del sur!
Bjorn no soltó a Bella.
—Llevadnos a casa.
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Ciudad de Tenshi – Templo en ruinas
El incienso aún no lograba tapar del todo el olor a ceniza y sangre. Los templos que una vez fueron santuarios de paz ahora se levantaban a medio reconstruir bajo manos forzadas: prisioneros, viudas, viejos monjes humillados, todos trabajando bajo el sol del este como castigo y redención.
En el trono de piedra negra donde alguna vez se sentó Lord Haruto, ahora reposaba Zayna al-Nur. Su velo era del color del desierto al anochecer. Las joyas tintineaban con cada pequeño movimiento. En su regazo, como símbolo vivo de juicio, se enroscaba una cobra dorada, tranquila… por ahora.
Ante ella, los habitantes vencidos del clan Tenshi estaban de rodillas. No por devoción. Por miedo.
Zayna alzó la voz, suave, como una oración cantada. El acento del sur convertía cada palabra en una caricia… y una amenaza.
—Escuchadme, hijos del jade y la espada… Yo soy la luz del alba, la enviada del Único. Aquel que no tiene rostro, pero que veos todos vuestros pecados. Aquel que arde en las arenas y canta en los cielos: Al-Rahem, el Misericordioso. Si queréis salvar vuestras almas… convertíos. Venerad a Aquel que reina sobre el sol. Negad vuestros ídolos de piedra. Arrodillaos.
Los murmullos comenzaron. Una anciana lloraba. Un niño tragaba saliva. Nadie respondía. Nadie se movía.
Zayna chasqueó los dedos.
Trajeron a dos hombres: uno, un monje budista de túnica gris, rostro calmo, mirada firme. El otro, un cruzado de Tenshi capturado semanas antes, con la cruz negra aún colgando en el pecho manchado.
—Vosotros, ejemplos del viejo mundo —dijo Zayna—. Arrodillaos. Y os perdonaré. Sed los primeros en abrazar la verdad.
El monje cerró los ojos. El cruzado escupió sangre.
—Mi alma no pertenece a tu dios… ni a ti —murmuró el monje.
—Prefiero arder en cien infiernos antes que besar tus pies —gruñó el cruzado.
Zayna sonrió. La cobra en su regazo siseó.
—Entonces conoceréis el juicio de Al-Rahem.
Con un silbido apenas audible, alzó su mano. La cobra descendió como un latigazo de seda viva.
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Editado: 21.06.2025