La emperatriz virgen

20.

Capítulo XX – el colmillo y la Cruz

Ilvenia.

El campo frente a Ilvenia rugía con los cascos de la guerra.

Desde el flanco este, los estandartes del Imperio descendían como un enjambre negro. Guardias Imperiales, cientos, con sus lanzas en alto, su escudo de oro grabado con la cruz sangrante. Imponentes. Ordenados.

Frente a ellos, dispersos, en formación rota, apenas un centenar de guerreros del norte. Y a su frente, Singrid.

Sus nudillos blancos sobre el hacha, los ojos vacíos de miedo.

Liang le había advertido: “Si Arnald viene a Ilvenia, no será por conquista. Vendrá por algo que cree perdido.”

No lo creyó hasta verlo.
Hasta ver su rostro.

El hombre que mató a Eirik.
El que destruyó todo.

Arnald el Titiritero.

Lo reconoció por los ojos. Fríos. Azules. Vacíos. Por el porte, por la soberbia que lo envolvía como una capa de veneno.
Y entonces no pensó más.

Gritó.
Y cargó.

—¡SINGRID NO! —gritaron sus hombres.

Demasiado tarde.

Los guerreros vikingos rompieron filas detrás de ella. Todos sabían que la carga era suicida. Pero ella era la hermana del Lobo.
La sangre de Bjorn.

Y donde va la sangre del Lobo, el acero la sigue.

El choque fue brutal.
El rugido metálico, ensordecedor.

Los imperiales eran más, mejor equipados, pero los vikingos peleaban como si el mismísimo Ragnar estuviera juzgándolos desde las nubes. A cada caída de uno de ellos, dos imperiales eran arrastrados al suelo.

El barro se volvió rojo.

Y Singrid llegó.

Entre cuerpos y fuego, entre gritos y acero, llegó a Arnald.

El Titiritero la miró con una sonrisa torcida.
Sorprendido. Intrigado.

—¿Y tú quién eres, niña del norte? ¿La criada que olvidó escapar? —soltó con tono burlón mientras paraba su primer golpe.

Ella respondió con una estocada.
Casi le corta el rostro.

Arnald retrocedió un paso. Sus cejas se arquearon.

—Interesante…

Ella no contestó.
Golpe tras golpe. Una danza de muerte.
Y aunque él era más diestro, ella era más rabiosa.

Él le hizo un giro hábil y la desarmó. Ella rodó, sacó su daga y volvió a atacar.

Arnald la esquivó, giró sobre sí mismo y le enterró la lanza en el costado, hondo, brutal.

Ella se arqueó, sin soltar un gemido.

Arnald se acercó, le tomó el rostro con fuerza y se inclinó a su oído, mientras la sangre de ella le manchaba la túnica.

—Pobre Eirik... —susurró con desprecio venenoso—. Que creyó que le daría Durk Halsk.
Pobre Bjorn, que vino creyendo que salvaría a su hermano si negociaba como un buen perro del sur…
Su estupidez me dejó la virgen libre y el trono vacío.
—¿Y tú?
Pobre Singrid...
Una guerra demasiado grande… para un corazón tan pequeño.

Eso fue un error.

Con un grito ahogado, Singrid hundió su puñal en el vientre de Arnald.

Él retrocedió con un rugido de dolor.

Ella, tambaleante, sangrando, se arrancó la lanza del costado con un gemido ronco, y sin esperar, corrió hacia el caballo más cercano.

Las flechas volaron.
Los soldados imperiales gritaban “¡Deténganla!”

Ella montó con un salto torpe y el caballo, herido de terror, galopeó cuesta abajo hacia el acantilado. El río rugía abajo, como si aplaudiera su furia.

—¡SE VA A MATAR! —gritó un arquero.

—¡DISPAREN!

Flechas llovieron. Una rozó su hombro, otra se clavó en la silla.
Pero ella no frenó.

Y saltó.

Desde el acantilado más alto, herida, sangrando, con el caballo resbalando y resoplando, Singrid se lanzó al río como un cometa de fuego y acero.

El agua la tragó.
Una columna de espuma estalló en la orilla.

Los soldados se acercaron, jadeando.

Nadie emergía.

—¿La viste? —preguntó uno.

—Se ahogó. —dijo otro.

—Los del norte están todos locos —escupió un tercero, bajando el arco—. Ni siquiera saben morir con dignidad.

Detrás, Arnald sostenía el costado ensangrentado, el rostro torcido por la rabia y el desconcierto.

No dijo una palabra.

Pero en su mirada no había victoria.
Solo irá:

Singrid murió con honor, y recuperar ilvenia no le sirvió de nada, la mayoría del ejército vikingos avanzaba hacia un paradero que el desconocía liderado por Liang Tenshi y su hijo aún seguía desaparecido.

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Palacio del hielo- Drakkar. Aposentos de Brjon.

La puerta de piedra se cerró tras ellos con un eco sordo.

Bjorn no dijo una palabra. La tomó del brazo como si fuera un fardo de lino y la arrastró hasta la habitación. Su agarre era firme, áspero. La lanzó sobre la cama como se lanza una piel de caza.

Bella se irguió de inmediato, respirando con furia contenida.

—No voy a dormir en la cama de la reina —escupió—. Por respeto a ella. No soy una ladrona de nombres.

Bjorn se detuvo.

Se giró despacio. La miró con sus ojos de hierro.

—No es la cama de mi reina —gruñó, acercándose—. Es mi cama.
Y yo no hago lo que tú digas.
Hago lo que se me viene en gana.

Bella intentó incorporarse, pero él volvió a tomarla, esta vez con menos fuerza, pero igual decisión. La empujó de nuevo sobre las pieles.

—Y no quiero escucharte más. No hasta mañana. Cuando acabe con toda esta mierda.

Bella alzó la voz, con la rabia abriéndose paso en su pecho.

—¿Por qué mañana? ¡Quiero morir hoy! ¡Hoy, Bjorn de Drakkar!

Él se detuvo junto al fuego. Sin girarse.

—Porque es como yo quiera —dijo en voz baja, como una sentencia—. Siempre lo es.

Y entonces, sin aviso, volvió hacia ella, alargó la mano al cuello de Bella, y con un tirón seco, le arrancó la cruz dorada que colgaba de su collar. El encaje del lino se rasgó.

Bella jadeó, con los ojos muy abiertos.

Bjorn contempló el colgante un segundo. Pequeño. Hermoso. Brillante.

Y lo lanzó al fuego.

El oro se hundió en las brasas como un sol condenado.
El diamante chispeó con una luz agónica.
Y luego… nada. Solo humo y silencio.




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