Capítulo 21 - La Furia de la Reina
Palacio del Hielo – Salón Alto de las Runas
La noche cayó pesada sobre Drakkar. El viento soplaba como un lamento entre las torres del palacio. Pero el Salón Alto ardía de antorchas. Y de furia.
Freya aún tenía la mejilla enrojecida por el golpe que nunca llegó. No por miedo. No por piedad. Sino por Bella. La ofrenda que se atrevió a hablar. Que se atrevió a mirar a Bjorn como su igual. Que detuvo la espada con la mano desnuda.
Y Bjorn… que bajó el arma. Por ella.
Ese gesto la había incendiado.
—Que vengan todos —ordenó Freya con voz de hielo—. El Consejo. Esta noche. Ahora.
Los sirvientes corrieron. Los heraldos tocaron cuernos de guerra. El eco cruzó el valle como un trueno. En menos de una hora, los jefes de los clanes del Norte estaban en el Salón. Sus capas de pieles pesaban como su juicio.
Bjorn no estaba presente.
A Freya no le importó.
—Mi esposo, vuestro rey, ha traído a una ofrenda. Una mujer del Sur. La Cruzada , la mujer de un enemigo.
—Lo sabemos —asintió Ingrid.
Freya bajó la mirada. No por vergüenza, sino para templar el filo de su alma.
—iba a tomar yo misma su sangre y él, no sólo la protegió, sino que además la miró como no había mirado a ninguna reina.
Hubo un murmullo. Un escalofrío recorrió las espaldas de los guerreros. Era más que un agravio. Era una señal de debilidad.
—¿Dónde está Bjorn? —preguntó Harek.
—Encerrado con ella —dijo Freya, escupiendo la palabra ella como si ardiera en la lengua—. Dice que el sacrificio será al amanecer. Pero cada hora que esa mujer respira bajo nuestro techo... es un insulto al Norte.
—¿Y qué queréis, reina? —preguntó Volg, el anciano—. ¿Que decidamos por sobre el rey?
Freya alzó el mentón.
—Quiero que le recordemos quién es. No con votos. Con presencia. Con fuerza. Vamos a él. Ahora.
Hubo un silencio. Luego, los guerreros se levantaron. Unánimes.
No por obediencia. Por orgullo.
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Pasillos del Palacio – Camino a los aposentos del rey
Las antorchas temblaban al paso de las botas. Veinte jefes de clan. Escudos con emblemas grabados en hueso y sangre. Freya a la cabeza. La corona de plata brillando bajo la luz como una luna afilada.
Y entonces, las puertas del aposento real se alzaron ante ellos. De piedra. De hierro. Silencio detrás.
Freya alzó el puño. Golpeó. Tres veces.
Dentro, Bjorn levantó la cabeza. Bella, aún sentada en el suelo, se tensó.
La puerta se abrió con un quejido sordo.
Bjorn apareció. El rostro cansado. La mirada aún hundida en brasas y furia.
Freya lo miró.
—Hazlo ahora.
—No es su hora —respondió Bjorn, con la voz rasposa—. No aún.
—¿Y qué somos nosotros? ¿Niños esperando tu permiso? ¿Quién te crees que eres para ignorar al consejo? —Freya dio un paso al frente—. Eres rey por nosotros, por nuestros clanes. Por el hielo que te parió y la guerra que te coronó. ¡Haz lo que debes o abdica esta misma noche!
Bjorn no respondió. Pero los murmullos crecían detrás. Los ojos de los jefes eran cuchillas.
Volg habló al fin:
—No hemos venido a discutir contigo, hijo del Norte. Hemos venido a ver si aún llevas hielo en las venas... o si el sur ya ha derretido tu corona.
Bjorn apretó la mandíbula. Luego, miró por sobre su hombro. Dentro de la habitación, Bella se había puesto de pie. Silenciosa. Digna. Sin una palabra.
Bjorn sintió que algo dentro de él se quebraba. Pero no mostró nada.
—Que preparen el altar. —Su voz salió como un trueno contenido—. El sacrificio se hará al amanecer.
Y entonces volvió la mirada a Freya.
—Espero que esta sangre... te traiga paz.
Freya no contestó. Solo se giró, satisfecha. Y el consejo entero se alejó como una manada.
Detrás, el águila chilló otra vez.
No como lamento.
Sino como presagio.
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Bosque de Arghen – Frontera entre Tenshi y Nayari
El bosque estaba en silencio.
No el silencio apacible de los pájaros dormidos o del rocío cayendo sobre las hojas. Era un silencio contenido, como si todo el bosque respirara con cautela. Los árboles eran altos, con copas cerradas que apenas dejaban pasar la luz pálida del amanecer. La niebla se enredaba entre los troncos como dedos viejos. Cada rama húmeda, cada raíz retorcida, hablaba de un territorio antiguo, lleno de pactos rotos.
Zayna esperaba en el claro. No montada. No protegida. De pie, como una reina que no teme a nada.
Llevaba una túnica bordada con hilos de oro y rojo oscuro, abrazada a sus formas como si el viento la amara. Su largo cabello negro, trenzado con hilos de jade, caía hasta su cintura. El maquillaje, denso y perfectamente simétrico, le acentuaba los ojos rasgados, verdes como el veneno. En su cuello descansaba la Cobra. Enorme. Negra. Inquieta.
Su presencia era como un perfume: intensa, exótica, embriagadora. Y peligrosa.
Frente a ella, apenas visibles entre los árboles, se desplegaban sus tropas. Casi dos mil guerreros, tensos, atentos. Los del norte eran pocos. Apenas unos cientos apostados entre el follaje de Nayari, escondidos entre abetos y rocas. Esperaban una señal.
Y entonces apareció Cael Nayari.
Solo.
Descendía por un sendero oculto entre la niebla, como si el bosque lo hubiese esculpido para él. Su capa de piel, aún húmeda por la bruma, ondeaba detrás. No llevaba casco, y su rostro estaba pintado con las marcas de guerra de Nayari: tres garras azules sobre cada mejilla. Su mirada era hielo. Orgullo y fuerza sin adornos.
Zayna lo observó, sin moverse.
Cael se acercó sin prisa, sin temor. Caminaba como quien ha nacido para ser el centro de la tierra que pisa.
Cuando estuvo a veinte pasos, Zayna alzó un dedo.
La serpiente se deslizó desde su hombro hacia el suelo, moviéndose entre la hojarasca como una sombra viva.
Avanzó hacia Cael con un siseo suave. Levantó la cabeza, mostrando los colmillos.
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Editado: 21.06.2025