La emperatriz virgen

23.

Capitulo 23: Blót de sangre.

Palacio del Hielo, Drakkar.

BLÓT DE SANGRE

El cielo se abría a un amanecer de piedra. La tierra helada de Drakkar olía a humo de algas, sal animal y sangre reciente. El círculo sagrado estaba marcado con huesos pintados, antorchas de grasa de foca, símbolos grabados en piedra y cuencos con sangre.

Bella entró vestida con la túnica ceremonial. Azul marino, casi negra, ceñida al pecho, con detalles dorados bordados en forma de escamas. Su cabello negro iba recogido en trenzas gruesas, entrelazadas con perlas y hueso. Era una visión ajena. Un espíritu extraño entre los hijos del norte. Pálida, blanca como la luna. Ojos grises. Un ángel arrojado al altar de un dragón.

Bjorn la esperó. Inmóvil. Como una estatua esculpida por el frío.

Y cuando la vio, la miró como si la reconociera.

No como si la poseyera.

No como si la eligiera.

Sino como si la recordara de antes del mundo.

Ese instante, esa mirada, destrozó a Freya.

En las gradas altas, bajo la sombra del estandarte de Drakkar, la reina embarazada se agarró del banco como si se ahogara.

—¿Lo viste…? —murmuró—. Esa maldita… ni siquiera baja la cabeza.

—Lo vi —respondió su consejera—. Te lo dije, mi reina.

—No me mira así a mí. Nunca lo hizo. Nunca. Y yo…

—Lo amas —terminó la otra por ella.

—Quiero… arrancarle el corazón. A ella. Y ponérselo a él en las manos. Que sepa lo que se siente. Que sepa el dolor de morirse de pie.

—No puedes impedir el Blót —dijo la otra mujer—, pero puedes marcarla. Hazle pagar cada paso que dé en esta tierra. Hazla desollar, sangrar, tatuarse con fuego. Que sienta lo que significa casarse con el Hijo del Dragón Marino. Que sepa que los dioses de Drakkar no bendicen sin cobrar.

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El altar era piedra viva, negra como la obsidiana. Sobre él, el cuenco ceremonial: plata vieja, tallada con cabezas de dragón y ojos incrustados en ámbar. Dentro, sangre tibia de ciervo. El pacto del norte.

Bella se acercó con los pies firmes, pero el alma partida.

«¿Qué estoy haciendo aquí? ¿Qué es este rito? ¿Qué es esta unión? Dios mío… ¿dónde estás?»

Sus dedos rozaron el cuenco. Temblaron.

«¿Cómo he llegado aquí? Fui novicia. Te serví. Tenía un anillo blanco. Ni el Emperador me tocó. Y ahora… estoy en el altar de un pagano. Con sangre en las manos. Con demonios pintados en piedra. Con el Dragón Marino mirando desde el cielo. ¿Por qué no arde este altar? ¿Por qué no me fulminas, Señor?»

Bjorn se acercó. No dijo una palabra. Pero sus ojos… sus ojos hablaban más que mil confesores.

Vio su temblor. Sus dudas. Su miedo.

Le tomó las manos. Las suyas, gigantes, calientes, firmes.

Y sin mirar a nadie, sin alzar la voz, dijo solo para ella:

—Pega bien los labios al cuenco. Que solo te manche… los labios. Yo beberé el resto.

El mundo dejó de girar. El corazón de Bella dio un salto salvaje.

Lo miró.

«Dios… ¿qué me está pasando? ¿Por qué deseo tanto que me salve… y me condene? ¿Por qué lo quiero? ¿Por qué no puedo odiarlo, si es mi enemigo, el verdugo, el pagano…?»

Lo deseaba.

Y eso era lo peor.

Pecaba. De deseo. De duda. De algo que no podía nombrar ni explicar.

Pero alzó la copa. La sostuvo con las manos firmes. Lo miró con una luz nueva en los ojos.

—No. Beberé mi parte.

Y lo hizo.

El sabor era metálico, caliente, brutal.

« Señor… sé que ya no gozo de tu gracia. Pero no me abandones. No permitas que me pierda. No dejes que me convierta en las lágrimas de otra. No me dejes amar a este hombre… que me rompe y me ata con solo una mirada. Castigame con la muerte, y manda a mi alma al infierno, pero no me dejes aquí, con él. Porque me éstoy perdiendo me gusta, me gusta la sensación de que sus ojos me miren como si realmente le importara»

Bjorn la observó. Serio. Pero cuando ella bajó el cuenco, le dedicó una sonrisa apenas visible. Una grieta en el hielo.

Freya lo vio.

Y en su vientre, el niño pateó.

Pero ella no lloró. Solo apretó los dientes.

Y dijo:

—Que beba sangre… que la marquen con fuego… que sienta el hierro en la carne antes de la noche. Quiere ser esposa de Bjorn Drakkar. Pues que sepa lo que significa ser reina en el reino del Dragón Marino.

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Palacio Nayari– Calabozo.

La luz de la luna apenas se colaba por las estrechas rendijas del calabozo, proyectando sombras alargadas sobre las paredes húmedas. Mei Lin estaba de pie, su cuerpo aún temblaba por la fría noche entre ratas, pero su mirada era fija, desafiante, como el fuego oculto que ardía dentro.

Un guardia abrió la puerta con brusquedad.

—Mi señor, ha llegado la hora.

Cael entró sin anunciarse, con el ceño fruncido y la expresión dura, casi impenetrable. Sus pasos resonaron como un mandato en la pequeña celda.

Mei Lin no se movió.

No huyó.

No bajó la vista.

Cael se acercó con paso firme, la distancia entre ellos se acortó hasta que solo quedaron unas pocas respiraciones.

—Levántate —ordenó—. Y luego… arrodíllate.

Mei Lin lo miró con un destello de furia contenida, pero obedeció. Se dejó caer de rodillas, la piel aún marcada, la dignidad maltrecha pero intacta.

Cael se inclinó, sin mirarla a los ojos.

—Besa mis pies —dijo con voz áspera—. Pídeme perdón.

El mundo pareció detenerse un instante. El orgullo de Mei Lin peleaba contra la humillación, pero sabía que ese era el precio.

Con manos temblorosas, rozó la piel endurecida de los pies de Cael, y posó sus labios en ellos.

—Perdóname —susurró con voz rota, casi un ruego—. Perdóname por todo.

Cael levantó la mirada, sorprendido por la mezcla de sumisión y fuerza en ella. Sin decir palabra, se alejó.

Mei Lin se quedó de rodillas, el pecho agitado, la mente un torbellino de emociones. Había caído, sí. Pero no estaba vencida.

Cael se mantuvo inmóvil un momento, como si hubiera algo más que quisiera decir y no pudiera. La respiración agitada de Mei Lin llenaba el espacio entre ellos.




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