Ducado de Darvelis — Fortaleza de Rocanieve,
Academia Militar, Patio de la Lanza Quebrada, 1 año después,
El amanecer filtraba un resplandor acerado entre los torreones nevados de Rocanieve, pintando las murallas con un fulgor gris como si la piedra misma recordara antiguas batallas. Bajo esa luz mortecina, el Patio de la Lanza Quebrada hervía de cadetes: filas dobles de jóvenes sudorosos que blandían espadas de entrenamiento casi tan pesadas como sus certezas infantiles. El vapor de sus alientos formaba nubes que se deshacían al ritmo de los golpes, mientras el hierro chocaba contra madera con estrépito marcial.
Kaeren Darvelion, de once inviernos recién contados, se encontraba en el centro de aquella tormenta de gritos y acero, con la frente perlada de sudor y los nudillos helados alrededor de la empuñadura. Frente a él, el instructor Orvan Duryen —un veterano de mirada pétrea y cicatrices que narraban campañas cuando los reinos aún creían en heroicidades— caminaba en círculos, la capa negra ondeando como ala de cuervo.
—¡Sangre en la nieve, chicos! —tronó Duryen, golpeando su bastón de encina contra las losas—. La guerra no distingue colores ni blasones; sólo cuenta cadáveres. El honor es humo que se disipa con la primera flecha. Lo único que sobrevive es la voluntad de no morir. ¿Entendido?
Un coro ronco respondió, pero el instructor se detuvo frente a Kaeren, sosteniendo el bastón contra su pecho para obligarlo a alzar la mirada.
—Tú, ¿qué ves cuando clavas la espada? —preguntó.
Kaeren apretó la quijada, recordando las lecciones de su padre sobre dignidad y las noches en que el talismán de bronce brillaba junto a la vela de su mesilla.
—Veo un adversario —respondió, sin parpadear.
—Equivocado. —Duryen lo empujó un paso—. Debes ver un obstáculo. Los adversarios reclaman honor; los obstáculos, simplemente, se apartan. Cuando cruces acero allá fuera, la política de alianzas te enviará a matar a gente que nunca te ha insultado. ¿Entiendes?
Kaeren tragó saliva. —Entendido, instructor.
—Repite: “En la guerra no existe honor, sólo sobrevivientes”.
—En la guerra no existe honor, sólo sobrevivientes —murmuró el muchacho, dejando que la frase le quemara la lengua como vino especiado.
Duryen asintió y siguió su ronda, dejando tras de sí un perfume de hierro viejo y desaprobación. Kaeren respiró hondo; sintió el eco de esas palabras clavarse en su pecho como astillas. Debilidad. Recordó la fiesta en Valthenor, los jardines de mármol y la niña-rosa que había osado poner en tela de juicio su orgullo. Allí, la diplomacia lucía brocados; aquí, la verdad vestía estopa y cicatrices.
—¡Escudos arriba! —rugió Duryen.
El telonero del ejercicio era Varek, un cadete delgado con la sonrisa rota de tantos golpes. Se lanzó contra Kaeren con un mandoble de madera, buscando el flanco izquierdo. Kaeren bloqueó, sintiendo el impacto reverberar en sus huesos; giró la muñeca, desvió la hoja y devolvió un tajo vertical que golpeó la hombrera de su compañero. Un crujido de astilla anunció el punto para él. Chispas de emoción y furia le subieron al rostro: cada victoria era un ladrillo más en su muralla contra la “fragilidad” que detestaba.
—¡Más rápido! —gritó Duryen—. ¿Crees que el enemigo te regalará un respiro para acomodar tu jubón?
Los brazos de Kaeren ardían; el frío de la nieve a su alrededor se refugió en sus venas como aliento de dragón. Tras tres asaltos, Varek cayó de rodillas con la guarda hecha trizas. Kaeren sintió un gusto metálico en la garganta —no era sangre propia, sino la memoria anticipada de batallas venideras—. Bajo las almenas, un cuervo graznó como si aplaudiera la dureza de la escena.
Más tarde, las clases de táctica se trasladaron a la Sala de Mapas: una estancia circular donde tapices polvorientos describían campañas gloriosas que Duryen tachaba con tiza roja mientras explicaba sus verdaderas pérdidas. Kaeren escuchó la lección sobre asedios prolongados y rapiña invernal, comprendiendo que las leyendas heroicas omitían festines de carroña y gritos de peste.
—La política de alianzas —sentenció el instructor, señalando los símbolos de Valthenor y Darvelis en un pergamino,— no es más que un juego de dados cargados. Hoy os prometen gloria; mañana os ordenan arrodillaros. Quien confíe en proclamas morirá con la lengua llena de promesas rotas.
Los ojos de Kaeren brillaron con un resentimiento hondo. Cada palabra encajaba con la mueca de recuerdo de la Marquesa Courtevan y la cortesía dulzona del Rey Thaernys. Se juró, en silencio, no mendigar favores bajo techos ajenos. Estaba dispuesto a convertirse en hierro puro, incapaz de doblarse.
Al caer la tarde, la temperatura bajó lo suficiente como para helar las charcas del patio. Duryen ordenó un ejercicio final: cruzar el foso congelado cargando sacos de grava a la espalda. Los cadetes resbalaban, caían, volvían a levantarse con trozos de hielo colgando de las pestañas. Kaeren, con el saco oprimiéndole los pulmones, avanzó a trompicones hasta que sus rodillas golpearon el hielo. Los músculos gritaban rendición, pero la voz del instructor resonó como trueno:
—¡La debilidad es la primera víctima en la batalla! ¡Quien se arrodilla ahora, cavará su propia tumba mañana!
El muchacho apretó el puño, sintiendo el bronce del león dentro del guante. Se incorporó, paso a paso, hasta cruzar el foso. Cuando por fin soltó el saco junto a la antorcha de meta, vio las sombras de sus compañeros doblar la rodilla detrás. Fue la primera vez que se sintió realmente temido. El invierno de Darvelis se le antojó suave comparado con la gélida determinación que le endurecía el pecho.
Esa noche, en su celda de aprendiz —un cuarto estrecho cuya única decoración era un ventanuco abierto a la niebla—, Kaeren desató el talismán del león y lo sostuvo a la luz de la vela. Recordó el humo de los laúdes, las columnas blancas, la voz firme de la niña rosa prometiendo espinas. Cerró el puño lentamente.