La Espada y la Rosa

Capitulo 4: Semilla del Desafío.

Ducado de Darvelis — Fortaleza de Rocanieve, Cámara Cartográfica de los Nueve Desfiladeros,

El amanecer penetraba por las troneras de la Cámara Cartográfica con una luz oblicua que acariciaba los mapas extendidos sobre la mesa central. Aquella sala, excavada en la roca viva de la fortaleza, olía a pergamino antiguo, a cera de velas y a la humedad mineral que rezumaba de los muros. En el techo, una claraboya circular dejaba filtrar un tono azulado que recordaba la nieve recién caída; bajo ese brocal de cristal, Kaeren Darvelion aguardaba inmóvil, los brazos cruzados detrás de la espalda, el mentón alzado como si estuviera a punto de recibir un encargo imposible.

Su padre, el Duque Arvad, se inclinó sobre el gran mapa de campaña, —un paño de lino reforzado con cuero por los bordes—, y deslizó una pesa de hierro en cada esquina. Las montañas de Darvelis emergían allí dibujadas como colmillos, y a sus faldas aparecían las rutas comerciales, los puestos de vigía y los pasos fronterizos señalados con tinta roja. Entre aquellas líneas sinuosas, Kaeren podía intuir el latido de un reino que dependía de sus arterias de suministro como un guerrero confía en sus venas.

—Empieza el ejercicio —ordenó Arvad con voz ruda, dándole un punzón de hueso—. Marca dónde ubicarías los graneros de reserva si esperas un asedio de seis lunas.

La pluma de hierro tembló apenas en los dedos del muchacho, y luego se deslizó con seguridad: seleccionó tres valles, dos pasos protegidos por barrancos y un claro boscoso escondido tras la Garganta del León. A cada punto le añadió un símbolo rápido, inventado por él: pequeños círculos rodeados de una línea doble. Reservas protegidas.

—¿Por qué allí? —preguntó el Duque sin mostrar aprobación ni reproche.

—Las gargantas facilitan la defensa en semicírculo —respondió Kaeren—. Con catapultas ligeras aquí y aquí —golpeó el mapa—, bastaría una guarnición de ciento cincuenta hombres para mantener a raya a cinco veces su número. Y el bosque del Mirto Gris suministra madera en abundancia para rehacer empalizadas si el asedio se prolonga.

Arvad entornó los ojos. Era la respuesta correcta, pero el tono de su hijo destilaba una determinación que rozaba la insolencia. No había duda: Kaeren absorbía las lecciones con una rapidez que incomodaba a sus instructores más veteranos.

El ejercicio continuó: trazaron líneas de marcha para hipotéticas columnas de infantería; calcularon tiempos de relé para mensajeros montados entre Rocanieve y los faros de Ysmar; reubicaron herrerías de campaña cerca de manantiales ricos en hierro. Cada decisión debía justificarse no con heroísmo, sino con logística: cuánto grano necesitaba un batallón, cuántas herraduras se gastaban en un cruce de montaña, cuántos carros se perdían si el deshielo convertía los caminos en barrizales.

—Un general no se hace en las glorias del campo —decía Arvad mientras señalaba montículos de sal en pequeños cuencos, con los que simulaba ejércitos—. Se forja aquí, entre números y distancias. La espada es sólo el último argumento; los primeros son los toneles de agua y las botas secas.

Kaeren asentía, memorizando, pero su mente no dejaba de tamborilear un pensamiento que se abría paso como un rayo:

«Seré un general, no la pieza de un matrimonio pactado».

Cada ruta que aprendía, cada medio día de marcha que calculaba, era una baldosa más en la vía que lo alejaba del destino que Eldarien le había impuesto.

Al final de la sesión, el Duque le entregó un pequeño cofre de madera oscura. Dentro, una brújula de plata cuya aguja había sido templada con meteorito —herencia de los Darvelion, reservada para los comandantes de campaña.

—Aún no eres general —advirtió Arvad—, pero que esta aguja te recuerde que el norte no siempre es donde señalan los reyes, sino donde lo exija la supervivencia de Darvelis.

Kaeren sostuvo el instrumento con reverencia contenida. En el reflejo del cristal vio su propio semblante: ojos acerados, mandíbula tensa, y una chispa de obstinación indomable.

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Luego descendió por la escalera de caracol que conducía a las murallas exteriores. El viento de la montaña azotó su rostro; olía a escarcha y carbón. Sobre el parapeto, divisó la línea de los picos nevados. Imaginó estandartes enemigos ondeando más allá, imaginó su propia voz dictando formaciones, escalando desfiladeros mientras la nieve enterraba los tambores de guerra.

Pero junto al vértigo de la estrategia se alzaba la imagen de una rosa bordada en seda, —símbolo de Valthenor—, atada a su nombre sin que él lo hubiera pedido. El enojo le crispó los dedos sobre la piedra helada.

—Seré forjador de caminos y custodio de rutas —se dijo, apenas un hilo de voz—. No figurante en una boda dictada.

En ese instante, la aguja de plata pareció vibrar en su palma con extraño presagio, como si señalara un norte que no aparecía en ningún mapa. Kaeren la guardó bajo la capa y sintió la decisión anudarse al calor de su pecho: Dominaré el arte de la campaña… y lo usaré para romper las cadenas que quieran atarme. Un general, no un prisionero de palacio.

La nieve comenzó a caer en remolinos, silenciosa y suave. A sus espaldas, las ventanas de la Cámara Cartográfica se iluminaron cuando los escuderos encendieron más lámparas. El mundo se dividía en rutas, provisiones y previsiones… pero también en promesas y juramentos. Kaeren apretó la brújula una vez más, decidido a no perder el norte que él mismo se trazaría.

Allá abajo, en el valle, los caminos parecían niños dormidos entre las sombras del crepúsculo. Algún día, él los despertaría, los dirigiría como serpientes de acero, y quizá esa misma red de rutas lo conduciría —para bien o para mal— al inevitable encuentro con la rosa que el reino pretendía injertar en su destino. Pero todavía no. Aún había mapas por estudiar y distancias por medir.




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