Ducado de Darvelis — Fortaleza de Rocanieve,
Bóvedas Inferiores, Sala del Martillo Silente,
Las bóvedas inferiores de Rocanieve nunca habían sido un lugar de paso; eran un laberinto excavado en la roca, utilizado desde siglos atrás para almacenar hierro en lingotes y reliquias de la Casa Darvelion. Las antorchas, encajadas en soportes de bronce, proyectaban sombras alargadas sobre muros recubiertos de escarcha. Bajo ese fulgor tembloroso, Tharen Darvelion se erguía como una estatua de obsidiana, envuelto en una capa de piel de lobo plateado. Su brazo derecho descansaba sobre el pomo de su mandoble, y los latidos de su ira parecían sincronizarse con la gota de agua que caía, constante, desde la bóveda curva.
A su alrededor, media docena de invitados aguardaba. Eran nobles menores de Darvelis: Lord Harvik de Sendahelada, Lady Riona de los Pinos Escarlata, el Barón Cestyr de la Marca Umbría, y dos capitanes de frontera cuyas armaduras aún llevaban polvo de la última campaña en los desfiladeros. Junto a ellos se encontraba Maestre Galdor, consejero militar y custodio de los arsenales subterráneos. Todos habían recibido la cita sellada con el emblema de un león que sangraba sobre un yelmo roto: la marca personal de Tharen, distinta del blasón oficial de la casa.
Cuando la puerta de hierro se cerró con un golpe, Tharen levantó la mirada. La sala se llamó del Martillo Silente porque allí se habían forjado, siglos atrás, las primeras pruebas de acero meteórico: golpes que sonaban huecos, ocultos del enemigo. Hoy, el martillo sería su voz.
—Os he convocado lejos de las orejas del Duque y de los guardianes leales al Consejo —comenzó, su voz grave retumbando en la piedra—. Phalanthir pretende atar a mi hermano a una rosa. Si esa unión se consuma, la línea de sucesión en Darvelis penderá de una diplomacia que no entiende nuestra sangre ni nuestras montañas.
El Maestre Galdor, de barba tejida con cadenas de plata, carraspeó.
—¿Habláis de disputar abiertamente la voluntad del Rey Thaernys? Ese edicto ha sido leído en Eldarien, sellado con lacre púrpura.
—El Alto Rey está enfermo, sostenido por consejeros que comercian con el miedo —repuso Tharen—. La corona se tambalea y, cuando caiga, quien sostenga las rutas del hierro sostendrá el reino y el País entero. Aseguraré que ese alguien sea Darvelis… bajo mi gobierno, no bajo un matrimonio que diluya nuestro linaje.
Lady Riona frunció el ceño.
—¿Y vuestro padre? El Duque Arvad aún respira y confía en la tregua. Sabéis que no vería con buenos ojos vuestra… iniciativa.
—Mi padre vislumbra la gloria en las montañas, pero no ve la tempestad más allá de ellas —dijo Tharen—. Yo cuidaré de Darvelis cuando el edicto empape el valle de sangre o, peor, cuando invite a los Cortesanos del Sur a juzgar cómo debe gobernarse nuestro hogar.
Se acercó a una mesa baja, cubierta con un mapa enrollado. Con un gesto brusco lo desenrolló. Las velas dejaron ver rutas señaladas con tinta negra y marcas en rojo.
—Las Familias Helador y Umbría controlan los pasos sobre el Alto Linde del Este —explicó, señalando a Harvik y Cestyr—. Podéis negar el tránsito a cualquier comitiva nupcial. Ninguna dote florentina cruzará las Gargantas sin vuestro permiso.
Lord Harvik inclinó la cabeza.
—¿Y el Duque? No podríamos detenerlo si ordena lo contrario.
Tharen alzó el mandoble y lo apoyó sobre la mesa, con el filo centelleando. —Habrá… distracciones. Turbiedad en las laderas de Sendahelada; rumores de bandidos, quizá. Si la comitiva vira hacia rutas seguras en el sur, ahí esperarán mis hombres. Nada violento —sonrió, sin humor—; sólo el hierro suficiente para retrasar lo inevitable… hasta que el Consejo bruña nuevas prioridades.
Lady Riona dio un paso.
—¿Qué ganamos nosotros?
—Cuando el tiempo muestre la debilidad del edicto —respondió Tharen—, Darvelis se presentará como escudo contra la incertidumbre. Vosotros seréis mis primeros consejeros; vuestros tributos se reducirán a la mitad; vuestros hijos ocuparán escaños de guardia en Rocanieve. Y cuando Yo gobierne —su voz se endureció—, la sangre de montaña no se mezclará con jardines perfumados.
El Maestre Galdor abrió un cofre de madera y exhibió pergaminos con cuentas de suministros: flechas, lanzas, grano seco y botas de invierno.
—Hemos asegurado provisiones para dos inviernos —informó—. Y armas de repuesto en las Minas Negras. Todo puede desplazarse sin levantar sospechas si los capitanes de frontera reportan ataques de lobos blancos.
Tharen asintió.
—Lo haremos parecer un movimiento de rutina militar.
El Barón Cestyr se atrevió a preguntar:
—¿Y si Kaeren, vuestro hermano, se opone? Es apreciado por los cadetes y por el Duque… y su fama crece.
Un destello de celos —o dolor— atravesó los ojos de Tharen.
—Kaeren es un buen soldado, pero no entiende que un destino ligado a Valthenor es una jaula dorada. Yo lo protejo de su propio honor. No alzaré la espada contra él… a menos que me obligue.
Silencio. Las antorchas crepitaron.
—Así pues —concluyó Tharen—, hoy nace la Hermandad del Martillo Silente. Nos comprometemos a salvaguardar la pureza de la sangre darveliana y garantizar la primacía en la línea de sucesión. Nuestro símbolo será el león sangrante sobre el yelmo roto. Nuestro voto:
Alzó el mandoble; los demás colocaron sus manos desnudas sobre la mesa, sobre el filo frío.
—“Ningún edicto doblará la montaña; ningún anillo forjará nuestro yugo.”
El juramento resonó en la bóveda, se arrastró por los túneles y se apagó en la oscuridad. Fuera, la nieve golpeaba las chimeneas, incansable. En algún nivel superior de la fortaleza, Kaeren tal vez soñaba con mapas, ignorante del pulso nuevo que latía bajo sus pies.